EL OBISPO
El gato aquel, de maullido insistente y corrosivo, se frotaba contra las piernas de Julieta, la vendedora de flores, en el portal de la Iglesia. De nombre Sacristán, aunque su dueña, cuando chico, nunca le tocara los genitales para averiguarle el sexo, había vivido toda su vida de equilibrista entre las gradas de la iglesia y el reloj del campanario. (No hay campanario que se precie de ser decente, sin su reloj. No sería masculino.)
Las piernas de la florista, cubiertas por medias gruesas y rústicas, fueron, en tiempos mejores, envidia de rezadoras y curiosidad de transeúntes. Bien formadas, robustas, de pueblo, que provocaban malos pensamientos en ellos y... ¿ Porqué negarlo? , también en muchas de ellas. No eran piernas delgadas y finas, de señorita de ciudad.
Esas piernas, hoy recorridas por caricias de gato, se abrieron, casi a la fuerza, cuando tenía 16 años y dos meses. Un día de Candelaria. Para aquel entonces ya vendía flores, mientras su madre vendía caricias en la esquina opuesta.
Había llegado el obispo. En automóvil negro, grande, inmensamente grande, como no se había visto nunca en el pueblo. La banda municipal tocaba marchas fúnebres, pero en “allegro”, ya que, fuera de dos “fox trots” y tres pasos dobles, solamente sabían esas marchas fúnebres de Semana Santa; pero en estas ocasiones aceleraban el “tempo” y, francamente, no se oían mal. Hasta parecías marchas militares.
Pomposo, en “tecnicolor”, como comentó alguien parado debajo de una sombrilla, el obispo bajó de aquel automóvil Lincoln (¿O Washington?) Vete a saber. Primero bajaron los pies, en zapatillas negras, de charol. Medias negras “Cristian Dios”, nunca supo que era Dior, pero como eran del obispo, tenían que ser Dios...Luego la sotana, púrpura, debajo de cual se protuía una inmensa barriga, de obispo. ¿Qué señor obispo no tiene barriga? Sería irreverente no tenerla. Una gran cruz de oro colgaba frente a su pecho, amarrada a un delicado cordón de seda pura. Traje de obispo. -Traído de Roma- se complacía al aclararlo.
El alcalde, el militar, el cura y, en fin, toda esa serie de personajes necesarios para chuparle la vida a cualquiera, hablaron. Discursos y sermones, ¡qué más da!... monta tanto...Lugo de la misa, almuerzo y vino. Del bueno. El obispo solamente toma vino de marca, del 93. Buena cosecha.
Julieta había ido a ver, como tantos otros, el automóvil del religioso. El chofer empezó a decirle que si quería verlo por dentro, que si muy bonito, que si aire acondicionado. Ella entró. Se acomodó y pidió quedarse un rato. De pronto se abrió la puerta de la derecha. El obispo dijo dos o tres palabas al cura que le despedía y depositó su inmenso trasero en el mullido asiento. Al lado de Julieta. Sabía que estaba allí, ya que el chofer, con un guiño, le había apercibido de que, lo pautado, estaba hecho.
Ni siquiera habló. Ella se congeló. Las sagradas manos del obispo, falsas y mullidas como pelusas de gato, con anillo puesto y todo, se posaron en sus piernas. Empezaron a recorrer rodillas y pantorrillas, tibia y peroné, para posarse, por fin, en el periné de la muchacha. Abría las piernas por inercia, por hacerlo. La violó el dedo del anillo santo.
El obispo, mientras tanto, se frotaba los genitales con la otra mano. Era impotente, pero su dedo no. Era el dedo de predicar.
Se bajó. O la bajaron. Con la bendición de Dios.
Nunca se casó. Nunca tuvo hombre. Nunca tuvo hijos. Simplemente vendía flores y se dejaba frotar por el gato que, al fin de cuentas, era un poco obispo, por lo de sacristán y resbaloso. |