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Inicio / Cuenteros Locales / Ophelia_Plath / Catalina de Erauso (Primera Parte)

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Padres como los tuyos no entendieron,
mujer de tierra y paja
– de adobe–,
que tú no habías sido concebida
para esconderte detrás de vestiduras
de una soltura aterradora;
no entendieron al momento de tus
tiernas cuatro primaveras
que aquellas mortajas que llevabas por hábitos
harían de ti
la esposa indeleble de un Dios
al que aunque respetabas
quizá no era la aventura
que tu carácter indomable esperaba.

Con cabeza fría
contenías día a día la vida virtuosa
que tu tía, la priora del convento,
imponía en tu frente
como deber indiscutible.
Niñez y adolescencia entre muros,
aislada de un mundo que ansiabas,
atrapada entre rezos y crucifijos,
creyendo en cosas que no tocabas.
Así te decidiste a abandonar
la parsimonia horrorosa;
levantaste voz y ganas
ante rutina que carcome corazones
y ante golpes de una novicia robusta;
no desmotivaste tus alas de intención
y jugaste a ganarle a los muros
que te encerraban, creyendo ellos,
hasta ahí y para siempre.

Mil seiscientos siete
te vio tomar la consecuencia de tus actos
en manos que no estaban habituadas a hacerlo
pero que con algarabía aceptaban
el sello de la verdad,
pura, cierta e intransigente.
Quince años en el cuerpo
te dieron la fuerza
para colgar la esa ropa
que con tan abrupta caída de faldas
te escondían de un mundo
que seguramente te resultaría,
como a todos,
totalmente investigable.
La máscara de labriego
seguramente podrá ayudarte
y te tenderá una mano,
camuflándote,
cerrando detrás de ti
un salón de tiempo perdido,
una catedral de oscuros recuerdos.

Miedo infame carcome
– ¿silencioso, brusco y a cada hora? –
la adolorida alma
de un ser que abandona
la comodidad aburrida
para aventurarse en una verdadera e impredecible vida.

No hay que temer,
Monja Alférez,
No hay que flaquear.
Carácter fuerte hace falta
Para vivir en bosques
y tú lo tienes.
Osadía para no cometer errores
es absolutamente necesaria
y tú la tienes.
¡Arriba!
Que las ropas de hombre
sirven para esconder
la tan cacareada debilidad
de la que se ven presas las de nuestro sexo.
¡Acaso una hendidura de flor entre las piernas
tuviera tanto poder para hacernos flaquear!
Muestra que hay consonancia
entre los autoproclamados varones
y las féminas muchas veces miradas a menos.
Demuestra que podemos ser minerales,
brisa y ventarrón,
algodón y lija,
según lo que la ocasión amerite.
Dile a todos cuyas caras ya conoces
que no se trata de tener o no tener montañas por el frente
para ser más o menos valiente.
Hazte ver,
como el ave galáctica que eres,
valiente como el que más lo fue,
con los nombres que quieras
para tener que ocultarte.
Pedro,
Francisco,
Alonso,
Antonio.
¡Qué importa un nombre de hombre para camuflarte,
cuando ya no eres una Catalina asustada
(por dentro temblando,
por fuera remando)
ante un mundo de hombres!
Sobreviviendo
con tantas caretas como sea necesario,
dentro de un espeluznante nuevo mundo,
dentro de una guerra que ni siquiera sabías de qué servía.

Fascinante conjunción de casualidades
Propicias para tu buena fortuna:
Alta, como la torre que quería llegar al cielo;
de una belleza sin duda “singular”
que ciertamente
– y no te enojes por esto –
varón que se creyese bien puesto
no habría valorado como era de esperarse.
Sin condiciones naturales
Que dieran pie a miradas caprichosas
De absurdos machos galantes.
¡Simplemente no había en ti
lo que hay marcadamente
en la mayoría de tus congéneres!
Y si no me crees, Catalina astuta,
aquí está don Pedro de la Valle
que abala lo que he dicho:
Que te habías hecho un remedio
para secar las dos colinas de tu pecho...
¡Que habían quedado en miniatura!
Mira tú que provecho.
Más comodidad,
más camuflaje para ti.

Doce años habían de pasar
para que la tierra bélica que era Chile
te viera aparecer
en pos de la conquista,
al servicio de tu rey.
Diestra eras y siempre fuiste
en el manejo de aquellas armas
que más de una vez
te salvaron la vida.
Tan fiera como el soldado más preparado
combatiste contra indígenas,
bravos también,
acercándote
y consiguiendo de hecho
el grado sumo
de alférez.

Riñas audaces
y galanteo de mujeres
fueron aliados de tu mente
para poder pasar desapercibida,
para poder pasar por una más
de entre tanto otro hombre.
Se te vio envuelta en cuanta pendencia
había a tu pasar,
tan amante de ello como obsesión,
que perdiste de tu propia mano
a un ser con el que no diste en cuenta.
Moribundo,
al pobre Miguel supiste el nombre,
¡vaya si que una sorpresa te llevaste!
Hermano, hermano,
ayuda para él buscaste,
pero era ya demasiado tarde.
Fuiste herida de gravedad en otra,
pero el ajusticiamiento
no era algo en lo que se pudiera
siquiera pensar.
Agustín de Carvajal,
obispo negligente,
fue tu salvador entre correrías,
al que confesaste tu naturaleza
y el porqué ahí estabas.

[continuará...]

Texto agregado el 07-04-2005, y leído por 164 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
12-09-2005 "...podemos ser minerales, brisa y ventarrón, algodón y lija, según lo que la ocasión..:" excelente figura, mujer! Si Catalina existió, debe estar agradeciéndote el homenaje. Y si no existió, pues la inventaste perfecta. Me gusta más tu prosa... Blue bluegirl
18-07-2005 la monja alferez!!!!!!! bellisima poesia epica Olvido_Aras
 
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