Eran casi las siete y media de la tarde cuando Joaquín pasó por ella. Hacía más de dos horas que esperaba con todo listo: había empacado ropa para unos días, algo de víveres y un buen libro para acortar las tardes de solitaria y silenciosa espera, mientras Joaquín dedicaba como siempre, tiempo a su trabajo. Leticia estaba visiblemente emocionada. Luego de casi un mes de no haber tenido más que efímeros instantes para compartir con Joaquín, ahora se le venía encima un fin de semana completo, sólo para ella...o casi. Leti solía dormirse durante los viajes largos; la monotonía de la carretera, el zumbido del motor y por aquellos días, el tibio calor del fin del verano, eran un somnífero eficiente, sin embargo, ese día ni siquiera pestañeó. Durante el trayecto encontró algún tema para cada momento, cambió los cd’s, tarareó algunas canciones, jugó con sus manos a buscar las de él, encendió sus cigarrillos y los de ella, en fin: el viaje de más de tres horas le pareció un suspiro, porque secretamente deseaba que no acabara nunca.
Cuando llegaron a la costa ya la noche había caído sobre el mar, la luna se bañaba serena en las aguas heladas del pacífico sur y una brisa tibia jugueteaba entre las hojas de los eucaliptus. En un barcito frente al mar se reunieron con un par de amigos y canturrearon al son de una guitarra trasnochada un par de horas. Era la noche perfecta, pero aún faltaba la mejor parte: llegar finalmente a la casa, una casa en la que estaría por primera vez, pero de la que ya deseaba fervientemente cruzar el umbral, para encerrar su tiempo y el de Joaquín entre cuatro muros, para compartir la cama, para regalarse abrazos, para robarse besos, para cantarse suspiros, para susurrarse gemidos, para entrelazar brazos y piernas y dormir..., dormir así fundidos hasta que el insolente sol de la mañana inundara la alcoba, terminando violentamente con aquella dulce intimidad.
Cerca del mediodía y luego de desayunar en la cama, reposaron un momento tirados sobre las cobijas desparramadas, uno frente al otro, uno al lado del otro, entre miradas cómplices y palabras que, sin ser emitidas llegaban raudas y certeras a ambos corazones. De pronto ya no hubo más opción que desperezarse, desenredarse, desentrelazarse y desabrazarse para compartir el día con los demás habitantes provisorios de aquel oasis de madera y piedra.
A una salida a comprar tan rápida como improvisada, le siguió un almuerzo agitado. Entre el ir y venir de platos, vasos y cubiertos, botellas de vino, brindis sin sentido y café amargo, hubo algún par de roces de piel, de besos escuetos, de palmadas traviesas en las nalgas que hicieron del momento previo al abandono un juego tan macabro como el que el gato sostiene con el ratón antes de hundirle los colmillos en el cuello.
Llegó Eduardo y Joaquín se olvidó del resto. Ambos tomaron y conectaron sendos laptops sobre la mesa del comedor y el sol, el mar, la chimenea, el cuarto, la casa, Leticia y el mundo dejaron de existir para Joaquín. Con el pecho apretado y tratando de sonreír a toda costa, Leti tomó una baraja y se fue a la mesita de centro. Un par de vasos de licor y una serie de solitarios fueron su compañía hasta entrada ya la noche. Qué tarde larga, qué tarde oscura y fría, qué tarde triste la que pasó. Oyéndole hablar desde el otro cuarto, viéndole cruzar de vez en cuando hacia la cocina, hacia el cuarto de baño, hacia cualquier parte menos hacia donde ella le esperaba, con los brazos abiertos, con el corazón expandido, con la caricia huyendo desde su mano hacia el pecho de él, con los labios temblorosos de necesitar un beso...mientras los otros habitantes de la casa reían, jugueteaban, se divertían, despertando en Leti la cosquilla insoportable de la envidia, no sé si decir sana, porque no puede existir sanidad en un sentimiento tan egoísta.
No hubo otro momento a solas sino hasta que llegó la hora de dormir. No hubo un gesto amable, ni un abrazo, ni un beso, ni una caricia furtiva, no hubo ni un leve acercamiento mientras los intrusos estaban presentes. Nunca lo había. Sólo en la intimidad de la alcoba Joaquín se entregaba, renunciaba a él mismo y a todo por pegarse a ese otro cuerpo sin contradicciones, sin vergüenzas, sin máscaras, sin ironías.
La noche fue otro sueño difuso para ella en el calor de esos brazos que tanto amaba; luchaba por hundirse en su pecho y fundirse en él, para no tener que dejarle por la mañana, para no tener que vivir la angustia de la separación y de la indiferencia del día, para no tener que verlo desde lejos sin formar parte de su vida. Inevitablemente la nueva mañana llegó y con ella la nueva tarde, la nueva amarga y dolorosa tarde y la tortura de la distancia, no la distancia física porque a cada momento podía verlo, oírlo, olerlo y a ratos, hasta tocarlo. Era aquella distancia abismal que Joaquín ponía entre ambos a la luz del día. Al fin otra noche y más abrazos, más dulzura y más ternura de la que había esperado. Esa noche ella lloró; silenciosa y amargamente, con un llanto tan profundo que parecía no brotarle de los ojos, sino de las mismas entrañas.
Llegó la última mañana. Transcurrió entre correrías y apuros, entre recolectar la ropa, las toallas, limpiar la cocina, guardar los utensilios y finalmente, cargar todo en el coche para volver a la habitual soledad de la urbe. Al menos el fin de semana pudo tenerlo tres noches, en la ciudad todo sería día tras día, como aquellas tardes de brutal abandono. Dejaría nuevamente de existir, de estar, de respirar, de vivir.
Después de cerrar bien la casa, tomaron la carretera de regreso a la selva de cemento,al ruido infernal de las micros, a las arterias congestionadas, a la polución del aire y a la pesada rutina.
Antes de tomar la curva que dejaría atrás para siempre los buenos momentos vividos el fin de semana, Leti quiso ver por última vez el mar. Le pidió a Joaquín retrasar unos minutos el regreso y tomar el desvío hacia el acantilado, desde donde podía verse hasta el faro de la pequeñísima isla de enfrente. Talvez porque sentía algo de culpa, porque sabía que los días venideros serían de su total propiedad y que ella no formaría parte de su vida, o porque sentía que se lo debía, Joaquín no lo pensó un segundo y tomó la bajada por el empinado camino de tierra que los llevaba a ver el mar, por última vez juntos, antes de separarse por tiempo indefinido, a ver el inmenso e impredecible mar.
Ella subió el volumen de la música, bajó la ventanilla hasta el borde, tomó con fuerza la mano de él, apretó los dientes y cerró los ojos. Los frenos fallaron, el carro no se detuvo al borde del acantilado, atravesó la barrera de contención y, como en cámara lenta, ejecutó su vuelo de descenso hacia las rocas en las que reventaban las olas doscientos metros más abajo. Mientras entre los apretados párpados se le escapaba el llanto a raudales, Leti se repetía para sí, con emoción desmedida, una y otra vez: “Por fin juntos...”. |