El diluvio


Trovadores de piel fría, de canto grave y monótono, fueron los encargados de anunciarlo. Resultaba imposible escaparse ya de aquel destino tan inmediato, impostergable. Sin embargo, me resistía a dejar sola bajo el viejo plátano a la escasa esperanza que aun acompañaba mi lectura.
Habían comenzado los silbidos y las ramas azotaban el aire de la isla. Desde el pasto verde podía observarse como el cielo se entregaba libremente, centímetro a centímetro, a esponjas plomizas que llegaban desde el río. Me bastó cerrar los ojos y respirar profundamente para descubrir, antes de que la primera gota estallase en mi frente, el olor a tierra húmeda que el viento regaba por cada uno de los rincones.
En uno más de mis tantos abandonos, cerré el libro y comencé a caminar lento hacia el refugio. Al frente la tranquera, más allá, los pastizales que dejaban imaginar bajo ellos una cancha de fútbol. Más lejos aun aguardaba la soledad de aquel bloque de cemento con puerta de chapa y ventanas esmeriladas. Detrás de mi, la alfombra violeta tejida con hojas de jacarandá comenzaba a desintegrarse con la llegada de la lluvia y hacía renacer una de las únicas calles de asfalto. Sólo un par de destellos cercanos, con sus respectivos y perezosos estruendos, inauguraron el diluvio más breve e intenso que el universo es capaz recordar.
El agua comenzó a llevarse con prisa cada una de las cosas que encontraba en su camino. Subida a lo alto un viejo mástil de fragata que hacía tiempo servía de faro a los viajantes, la isla presenciaba su metamorfosis. Su transformación en río.
Comprendí que me resultaría imposible saber el final de la historia. Solté el libro que hacía un instante había comenzado a desteñirse de mi mano. Desde el techo de la hostería me dediqué a contemplar el naufragio abrazado a un tronco que, al poco tiempo, comenzó a flotar junto a mí a la deriva.