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Sentía que volaba ágil por los aires, a veces con torpeza de mariposa recién salida del capullo y otras con pericia de halcón, con ansias voraces de buitre y candidez de paloma blanca de paz. No le molestaba la voluminosa complexión de su cuerpo ni la terrenal estructura de su esqueleto, convertido ahora en frágiles espigas danzando al son del viento suave y cálido del incipiente otoño. El exceso acumulado bajo su piel, que hacía ajustarse las prendas a su cuerpo con milimetral exactitud, era ahora una nube etérea alrededor de las espigas de su osamenta, dejando de ser la pesada ancla de carnes rollizas que lo sujetaba al suelo. Retozaba hermoso y delgado como libélula entre nubes esponjosas que jubgaban a corretearse en la bóveda intensamente azul del cielo, sin más preocupación que la de contradecir al viento para sentirlo estallar tibio en su cara y sin más precaución que la de no elevarse demasiado para no estrellarse contra el fuego brillante y furioso de un sol que, lejano como aún estaba, lo bañaba con dulce calidez provocándole un placer infinito. Sentía que viajaba hacia dimensiones desconocidas, que formaba parte de la perfecta armonía del universo y que era inmune al dolor, a la bestia insaciable del engaño, a los fantasmas del temor y la soledad. Sentía que su aura celeste y ese cielo iban poco a poco haciéndose un solo todo indisoluble e iba volviéndose poco a poco invisible ante los ojos del Supremo; una dicha indescriptible le inundaba los sentidos y oía sus propias carcajadas estallar insolentes, desafiando la absoluta paz de su sueño. De pronto la semiconciencia le dejó sentir un par de finas mangueras en los orificios sangrantes de su nariz, otra atravesándole la garganta, ahogándole un grito de horror y convirtiéndolo, como por arte de magia en arcada, líquido agrio y salobre saliendo y entrando desde y hacia su cuerpo, tan inmune segundos antes a estas penurias; afiladas y gruesas, inmensamente dolorosas y puntiagudas agujas atravesaban la piel de sus lacios miembros que alguna vez fueran brazos fuertes, pletóricos de lucha. Veía luces, caras de profetas extraños cubiertas a medias por mascarillas de extraterrestre, cuyas cabezas en círculo a su alrededor murmuraban palabras ininteligibles, desesperadas, dichas en la inconsciencia absoluta de lo extremo, sólo entendía que decían que había que salvarlo, lo repetían una y otra vez, absortos en su tarea de secarle el alma de las drogas y el alcohol con que la había empapado y devolverle aquél líquido rojo y caliente que había querido liberar de la prisión de sus venas, a fuerza de cortes de navaja. Y poco a poco, con ese desagradable sabor agridulce en la boca, veía desvanecerse las luces y alejarse las voces y se caía, se caía hondamente en algún otro lugar que no recordaba, sumido en la inconciencia de la tregua que le dieron los extraterrestres enmascarados de verso incomprensible, en ese desdichado afán de hacerle olvidar la guerra constante que sostenía contra sí mismo.

"Me llamo Lucio, bebo demasiado...y también consumo drogas...bueno, creo que soy algo adicto", escuchó de sus propios labios algún tiempo después, convencido de que podría engañar a la treintena de ex-borrachos expectantes. No le gustaban la palabras “alcohólico", ni "drogadicto". Sentía que no había llegado aún a ese punto, como todo aquel que no toma conciencia de su enfermedad, sencillamente, por no tener la voluntad o el valor de hacerlo. Tengo veinticinco años, pero mi hígado cree tener cincuenta", intentó bromear ante una audiencia que más que semejantes en duro proceso de rehabilitación, parecía un jurado indiferente y gélido, poco dispuesto a comprender, perdonar y dictar un veredicto de inocencia el día mismo del Gran Juicio Final. Talvez sería porque no era el tan gastado de tanto nombrarlo, Último Día. Todo a su alrededor le olía a fin de mundo, a hoguera calcinante, a pecados inconfesables y humillada resignación ante la vergüenza absoluta del hombre que ha sido vencido o se ha dejado vencer, rendido de tanto lidiar con alucinaciones y pesadillas de finales sudorosos y estallidos de gritos desgarradores. Él era parte de todo aquello, talvez en su innegable porcentaje de humanidad, pero se sentía por sobre ellos, por encima de sus cabezas, tan arriba que no podían verle siquiera las plantas de los pies.
Siempre fue audaz y elocuente, maestro en el arte de engatusar con el juego de las palabras, con esa constante expresión de superioridad en el rostro y su aparentemente firme carácter y buen humor, había aprendido a sobrellevar la pesada carga de su existencia sin ser abatido, al menos del todo a lo largo y ancho de su vida: de su oscura, atormentada y – a la vista de todos – pacífica vida, de la que no había logrado desprenderse hoy, más que por voluntad, por cansancio.

De pronto en medio de los murmullos de los presentes, se sorprendió pensando en Lluvia. Lluvia. ¿Era aquél verdaderamente el nombre de ella? Ya no podía recordarlo. Así la había bautizado un amanecer púrpura y naranja en alguna playa, mientras vaciaba ávidamente el contenido de una botella de vodka y las gotas cristalinas de lágrimas de cielo pegaban contra la frente de ella, los rebeldes rizos de su melena rubia, que había querido domar tantas y tantas veces sin éxito para sentirla sedosa y lacia cual dorada cascada, obteniendo a cambio sólo unas mechas que tozudamente se ondulaban desde la raíz a las puntas en desafiante contradicción, sabiendo incluso que podía costarles la vida entera haciéndolas terminar entre los cientos de palillos de una escoba de peluquería barata y directamente arrojados al hediondo bote de basura. Sin embargo Lucio se había enamorado perdidamente de esa maraña de cabellos revueltos e impenetrables para los dientes de un peine y le fascinaba ver cómo cada mechón gozaba plenamente de la libertad de enroscarse, contraerse y contorsionarse al sentirse tocado por miles de gotas que insistían en caerle encima. – “Quisiera ser tan rebelde, simple y libre como tu cabello..., como toda tú, como la lluvia...”, le dijo ese mismo amanecer y desde entonces le llamó “Lluvia”, amplia, libre, serena y callada. Como hubiese sido él mismo si el viento del destino no hubiese desviado su vertical caída.

No había en el tiempo previo a descubrir su alma a Lluvia, algo más reconfortante para Lucio que una buena charla en una mesa de camaradas, de compañeros, de seres afines dispuestos a no tratar temas profuntos ni tocar fibras sensibles, de esos que llevan implícita la muda exigencia de una revelación clave, de una confesión, una confesión de esas capaces de hacer parir al otro todo el dolor que llevan dentro y hacerlo terminar destruido, consumido y hecho trizas contra el suelo. No había nada más placentero que unos vodkas, martinis, tequilas o por qué no, unos tintos bien corpulentos, descomprometidos y embriagadores, poseedores del don de arrancar al obrero de su diario pasar por la esclavitud de servir para obtener la paga que le otorgará el indescriptible gozo de sentirse un instante superior al resto, por proveer a otro o a sí mismo de algunos sorbos de olvido.

En una de esas charlas interminables alrededor de varias botellas, fue que Lucio conoció a Mansilla. Europeo en sus raíces, aquel diamante en bruto llamado “Mansilla” a secas tanto por sus amigos y enemigos como por aquellos que le abofeteaban con su indiferencia. Mansilla. Nada más simple para todos en un país como éste ni tan humillante para aquel adonis a medio terminar, cuyos abuelos habían abandonado su amada Alemania para venir a descubrir el rincón más austral y perdido de América en busca del “sueño americano”, al lugar equivocado. De cuna noble – según su propia y parcial percepción – Günther Mansilla Weisser, hizo que su madre cargara hasta el día de su muerte con la culpa de haberse permitido contraer nupcias con uno de los ejemplares más representativos de la cultura criolla: Romualdo Mansilla, su padre. Poco y nada recordaba Mansilla de él, desde el día que cumplió dos años, supo que jamás volvería a casa el hombre que luego de engendrarlo, verlo nacer, presenciar con indiferencia sus primeros pasos y oírle balbucear las primeras palabras, fue por cigarrillos al emporio de la calle nueve. Trece años después, apareció de pronto en su puerta una muchacha de unos diez años, con cara de conejo asustado y una melena de buclés rubios, casi blancos algunos, más dorados otros, que para nada le parecían a Mansilla herencia de su padre, con una maleta ajada colgando de su mano derecha, buscando a su hermano. Desde ese momento y claramente incrédulo del vínculo sanguíneo, cuidó de ella como una fiera. Julia era su nombre y en lo sucesivo, Mansilla también sería su apellido.

Sintiéndose secretamente superior al resto de los comensales, Mansilla disfrutaba de cada trozo de pernil picante de cerdo, de cada cucharada de pebre, de cada parrillada y de cada papa asada con ajo junto a quienes día tras día compartían con él el placer del vino. Pero como todo hombre con el alma cargada de miserias, para olvidar aquellas y mil penurias más era que Mansilla bebía hasta perder la noción de su propia existencia. No tenía edad clara, era una especie de niño adulto cerca de la tercera década, cuyo rostro a veces lucía como el de un viejo monje tibetano y otras como el de un recién nacido, aferrado a la teta de su madre, tenía la la risa estruendosa y con más frecuencia de la deseada, la mirada cansada de un anciano hastiado de la vida. Era sensible a la poesía y a la sinceridad del alma más que a la abrupta franqueza, pero incapaz de reconocer ante sí mismo su realidad de ser vulnerable. Era un ser tan expuesto al peligro del daño de otros como al martirio constante de sus dudas acerca de todo, acerca de Julia, del destino de su padre y sobre todo de sí mismo. Tan simple era en su precaria e interesada entrega, que jamás previó que aquella agua de lluvia se le iba metiendo poquito a poco, imperceptiblemente por todos los poros como por cavernas oscuras hacia su corazón, repletando sus sentidos de un sentimiento profundo y equivocado hacia aquella criatura que llegó indefensa en busca de familia, hacía ya varios años. Ese sentimiento le convertiría finalmente en el ser más infeliz y despreciable de la tierra.

Amigos inseparables desde que compartieron una tarde de vino tinto con frutilla en un sucucho de mala muerte, Lucio y Mansilla compartían cada botella, cada cigarro y cada dosis de lo que fuera que se metieran en el cuerpo. Disfrutaban hacerlo, disfrutaban como dos niños pequeños jugando con una pista de trenes la mañana de Navidad. Sólo hasta el día en que Julia apareció por el bar en busca de su hermano y Lucio sintió su corazón empapado; por primera vez, se embriagaba por el hechizo de una mirada femenina y no por los licores ingeridos: “Julia...” repetía para sí cada noche al quedarse solo, tirado sobre su colchón mirando el techo. De tanto llamarle en silencio, de tanto pensar en ella, de tanto soñarla, fue que el día menos pensado ella llegó a su puerta. Tres días y tres noches estuvieron sin salir del cuarto, besándose sin control, acariciándose, revolcándose con una salvaje y desenfrenada pasión, cayendo del mugroso colchón al suelo, rodando uno sobre el otro por toda la habitación, tironéandose y rompiéndose los labios a fuerza de besos ansiosos y torpes. Sólo cuando la última botella rindió su última gota, se decidieron a salir por algo más para continuar con su compartida locura. Fue así como terminaron arriba de un bus rumbo a la costa, bebiendo, fumando, riendo y volviendo a beber. Fue al amanecer siguiente que jamás volvió a pronunciar él su nombre y la llamó Lluvia, sin embargo al regresar ambos se encontraron con la furia de Mansilla, quien sin pensarlo dos veces y preso de unos celos furiosos, se abalanzó sorpresivamente sobre su hermana con un cuchillo de cocina, vaciando su cuerpo de sangre, de alcohol y de vida. Lucio sólo pudo salir corriendo desconcertado, desconsolado, loco, ciego, con la garganta seca y el corazón apretado. En algún momento de aquella estrepitosa huída decidió jamás beber agua, ni agua del caño ni agua de lluvia. En su locura perdió por completo la conciencia, despertando días después en una sala común de una posta de urgencia, con un sabor amargo en la boca y sendas vendas en las muñecas destrozadas.

- “Lucio...¡Lucio!” – lo sacó una voz de sus memorias. Era uno de aquellos que le rodeaban en espera de escuchar su confesión, sus dolores, sus motivos para encontrarse ese día en aquél lugar expresando su deseo de rehabilitarse de sus adicciones. Pero luego de lo que había recordado, no pudo articular palabra. Salió del lugar en un profundo silencio y con un hueco en el pecho.

Luego de aquel triste intento de compartir un dolor desgarrador que sabía solo suyo con cada uno de los jueces implacables de su audiencia, salió del lugar con unos deseos incontenibles de beber un trago de lo que fuera, lo que fuera necesario para llenar el hueco doloroso de su pecho. Anduvo dos otres calles, sorbiendose los mocos entremezclados con las lágrimas saladas que rodaban desde sus ojos vidriosos, mejillas abajo, revisándose los bolsillos en busca del metal y papel de moneda que necesitaba y entró al primer boliche que encontró al paso. Su boca era el desierto mismo, la sequía hacía que su lengua se le pegara al paladar y que sus labios parecieran dos leños cenicientos. Bajo la atenta mirada de una dependienta obesa, de maltratado cabello platinado y un horrendo labial color naranja mal puesto en la boca, se bebió media botella de aguardiente de un trago en un rincón, sentado en una silla coja e incómoda y apoyando los puños blancos e inmaculados de la camisa que le dieron al salir de la Posta Central en la formalita color salmón, grasienta y quemada de cigarrillos que recubría la mesa. Acabó el resto de la botella en minutos y luego vino otra y otra más, hasta que a la hora de pagar la cuenta, borracho y lloroso, declaró no tener ni para hacer cantar a un ciego.

Arrojado a la calle sin consideraciones, anduvo vagando bajo la tormenta declarada de principios de Julio, sin más abrigo que la blanca camisa de mangas mugrientas. Sus pasos le acompañaron sólo unas calles, trastabillando a veces y dejándolo caer sobre los charcos barrosos, abandonándolo finalmente del todo al llegar a un parque cercano en donde un escaño embarrado recibió su cuerpo. Lloró. Lloró amargamente con sollozos entrecortados, sintiendo la helada lluvia empaparlo por completo; gritó incansablemente desde el alma hacia el cielo mil veces el nombre de Julia y lentamente, el llanto fue cediendo y el sueño se apoderó de él.

Nuevamente el cielo le rodeaba y volaba libre, libre y sereno en un cielo azul salpicado de nubes doradas, nubes como rizos, rizos de Lluvia.

El guardia del parque lo sacudió varias veces y luego, lo golpeó repetidamente con la punta del pie, le alzó la voz para despertarlo y hacerle abandonar aquel escaño y así devolver al parque la inmaculada e inocente imagen que debían percibir los niños que iban a columpiarse y a deslizarse por los toboganes. Pero Lucio no respondió.

Ni un solo ser, ni un solo pariente y ni un compañero de farras fue a reconocer el cuerpo a la morgue del Instituto Médico Legal. En una fosa común en algún cementerio público, sin cruz ni flores yace el cuerpo de Lucio, mientras su espíritu flota libre al fin entre nubes de lluvia.

Texto agregado el 07-04-2005, y leído por 82 visitantes. (0 votos)


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