Regina, nació una madrugada de verano en un pueblito de campo.
Esa noche, extrañamente había llovido y al amanecer todo estaba mojado y húmedo. Por la ventana del hospital entraban fragancias a pasto mojado, a tierra húmeda, a vacas comiendo y a hierbas de todo tipo. Las sabanas de su pequeña cunita estaban frescas y olorosas y cuando su madre se acercaba a amamantarla ella percibía anticipadamente ese delicioso aroma a leche que tanto disfrutaba.
Al salir del hospital, Regina percibió otros olores diferentes: El cuero del automóvil, emanaciones de gasolina, el calor del pavimento, el traje de su madre y los olores de sus hermanos mayores. También percibió el olor de la casa, la cera del piso, la pintura nueva de la pieza, el almidón de las ropas de su camita y hasta el desagradable perfume de las tías que la visitaban.
Creciendo fue grabando más y más olores en su memoria y el repertorio se fue ampliando en forma vertiginosa. Podía reconocer hasta el olor de un trébol.
Sin embargo uno de aquellos que más llamaban su atención era el olor a hombre. Sabía distinguir claramente el olor de un hombre, fuera este niño, joven, adulto o viejo, estuviese disfrazado con sudor o perfumes.
Regina sabía distinguir claramente a un hombre de una mujer a la distancia y con los ojos cerrados desde muy pequeña.
Había nacido con esta cualidad extraordinaria y eso la marcaría hasta el fin de sus días.
En el colegio, prefería sentarse cerca de los hombres ya que esto le producía un placer enorme y hacía ingentes esfuerzos para disimularlo, sonriendo constantemente.
En los recreos, mientras los muchachos hacían gimnasia en el recinto cerrado, Regina entraba disimuladamente a los baños colindantes a olfatear el cúmulo de fragancias masculinas que brotaban de los bolsos, zapatos, uniformes, calcetines y otros elementos que se guardaban en los casilleros y se quedaba largos minutos extasiada, identificando cada olor con su respectivo propietario.
Era capaz de identificar a un muchacho por su olor, igual que a sus profesores, vecinos, y a la gente de los autobuses en los que viajaba continuamente. Su olor favorito era la mezcla de ladrillo-cemento-arena-agua y humo de cigarrillo que despedían los maestros de la construcción en la micro de la tarde, cuando ella regresaba a su hogar desde el colegio.
También le agradaba muchísimo el olor de los muchachos púberes. Un olor indefinido, mezcla de leche, hierba húmeda, sudor y almizcle que a ella le hacían divagar la memoria por recónditos lugares de fantasía y con ello a una mágica experiencia sensual, recorriendo su propio cuerpo con las manos cada vez que recordaba el olor en particular de alguno de sus compañeros de curso.
Regina vivía para recordar cada momento y cada olor que exhumaba un cuerpo de hombre. Había desarrollado a tal grado su sensibilidad que era capaz de retener simultáneamente los diferentes olores de tres y cuatro muchachos al mismo tiempo, elevando sus experiencias sensuales a un grado máximo de excitación.
Tan grande era, que tenía que evitar jugar con ello en clases, ya que inmediatamente su entrepierna empezaba a gotear primero y luego a chorrear un liquido inodoro, que lo inundaba todo. Por tal motivo, había dejado de manipular olores masculinos simultáneos mientras estaba en clases.
Solo lo hacía en su pieza por las tardes, asegurándose de que no hubiese nadie en casa, ya que cuando se tendía en la cama a rememorar los olores de sus tres compañeros favoritos, su vagina se inflamaba tremendamente y escurría cantidades de líquido, invitándola a frotar suavemente esa zona con los dedos lo que aumentaba su estado de excitación y placer por horas.
Regina creció y se puso cada vez más atractiva y hermosa y en el colegio todos los muchachos la miraban y coqueteaban con ella. Ella se daba perfecta cuenta de como afectaba a sus compañeros hombres, así como también los celos que provocaba entre sus compañeras mujeres.
Eso la tenía sin cuidado. Regina solo disfrutaba con los mejores ejemplares machos para su pasatiempo favorito. Rememorar olores del cuerpo de dos o tres escogidos muchachos del colegio.
Luego en la Universidad, continuó practicando su afición insaciable. Había decidido estudiar teatro porque allí acudían, según ella, los mejores ejemplares machos a estudiar. Altos, musculosos, hermosos rostros y como las actividades propias de la carrera incluían el trabajo intenso con el cuerpo y la comunicación, ella no daba más de placer.
El solo hecho de pensar en ir a clases al día siguiente, bastaba para que Regina se excitara intensamente recordando el olor a torso que expedía Juan Carlos o el aroma a nuca transpirada de Luis , o el intenso y penetrante olor de los muslos húmedos de su amigo más cercano. Hermenegildo.
Este era un mocetón grande y fuerte, de rostro perfecto, grandes ojos color de avellanas, musculoso cuerpo bronceado y abundante vello en lo brazos, pecho y piernas. Un perfecto macho, macho.
Regina tenía claramente individualizado los distintos olores de todas las partes de su cuerpo; Un suave aroma a lilas en la cara, reflejos de castañas y almendras entre las orejas y la base del cuello. Fuerte y a la vez suave olor de heno y tuza de caballo transpirado cerca de las axilas y una mezcla fuerte entre, piedras, miel, madera seca y cenizas, cerca de la ingle.
Esto lo tenía memorizado y aprendido de cada clase de expresión corporal en la cual siempre trabajaba en dupla con Hermenegildo. Así sabía de memoria cada exudación de su compañero, la cual ella olisqueaba al tener contacto físico con ese magnífico cuerpo transpirado y bronceado.
Por las noches rememoraba cada aroma, cada olor y cada sensación producida por el roce del cuerpo del macho fragante.
Entonces Regina se recostaba suavemente en la cama y cerraba los ojos. Inmediatamente su sistema olfativo se ponía en acción introduciendo los distintos aromas hacia su cerebro. Allí los estímulos se mezclaban con imágenes, roces de piel, gotas de transpiración y entraba en un trance inigualable, exquisito, lleno de placer y experiencias intensas. Sin darse cuenta empezaba a tocarse compulsivamente todo el cuerpo exudando copiosamente humedad y terminaba con múltiples orgasmos largos e intensos. Luego se dormía placidamente y despertaba llena de energías, contenta de tener un nuevo día de clases.
Pasaron los años y Regina no se casó. Tampoco tuvo hijos y su familia habría de desaparecer con el correr del tiempo. Sola, se dedicó a viajar por el mundo tras sus aromas favoritos. Londres, lleno de inmigrantes salidos de todas partes del mundo la extasiaba, le hacía devenir los mas oscuros pensamientos sensuales y eróticos.
Uno de sus predilectos vagabundeos tras nuevos aromas era el metro. Allí Regina, se podía decir que era la mujer mas feliz del mundo. Se subía a eso del mediodía cuando el tren aun no estaba completamente lleno. Esto lo hacia por una cuestión táctica. Podía desplazarse sin inconvenientes por todos los carros que quisiese y olfatear a cualquier persona sin importunarle.
Otro de sus hallazgos fue un Sirio, envuelto en delicados ropajes de algodón. La nariz delicada de Regina descubrió en este hombre un aroma nunca antes sentido. Ella lo definía como indefinible, y era mucho decir ya que en el registro olfatorio de Regina habían cientos de millares de registros, sin embargo este era único. A Regina ya no le atraerían nunca mas los delicados aromas a ropa nueva de los ejecutivos ingleses, ni los fuertes sudores de asiáticos vulgares o perfumes de azahares, rosas, jazmines o cualquiera otro que hubiese olfateado en los trenes del mundo.
Este era distinto, único y era un enigma. Dio vueltas a su archivo millonario y no encontró nada parecido. Finalmente lo identificó. Era el olor de los muertos. Esto impactó tanto en la vida de Regina que se dedicó por años a visitar tumbas en todos los cementerios que visitaba en sus largos viajes a través del mundo. Fue tanta su afición que recorrió tumbas de famosos para hacerse de un amplio y novedoso registro de muertos “conocidos”.
La tumba de Napoleón no tenia nada de particular allí en medio de ese círculo y su cajón de fina madera reluciente. Solo Regina descubrió a que olía la tumba de Napoleón. Solo ella sabía describirlo. Era como “el de un ropero viejo al cual le entra repentinamente una brisa proveniente de algún estanque de agua”. Eso combinado con el aroma de “una aguja y un sartén nuevo”. Eso describía Regina como aromas base de la tumba de Napoleón. Lo interesante era que por sobre ello Regina decía que había otros aromas mas sutiles y evocativos, como por ejemplo “el de una lujosa carroza con sus cueros recién lustrados”.
Ese olor a “cuero recién lustrado” también lo había descubierto Regina en la tumba de Newton. Era algo indescriptible, era una especie de códice en algunas tumbas ese olor a cuero recién lustrado. Cierta vez, apoyada sumamente concentrada en la tumba de Colón, Regina percibió o creyó percibir un tenue olor que no estaba en sus registros almacenado con anterioridad.
Era una brizna muy suave y tenue, pero Regina lo descubrió y lo aspiró tan profundamente que sus asociaciones le pintaron un cuadro claro de lo que estaba percibiendo con su nariz. Era un fuerte olor de piedra vieja, antigua, pero disimulado bajo una capa de arena amarilla y tibia. Esto era la base del suave aroma de la tumba de Colón. Luego encima de esta base se superponía una pizca de higo verde, mas una parte de botón de rosa silvestre y dos porciones de Hierro oxidado con agua encima. Complejo aroma el que estaba presente en la tumba de aquel famoso descubridor de tierras lejanas.
Encantada con este descubrimiento Regina dirigió sus pasos a una peregrinación de tumbas que duró toda su vida, Culminó en el año 1927, el 27 de Abril de ese año para ser exactos. Aquel día Regina se detuvo en la última tumba que tenía prevista visitar en su itinerario, eran las dos de la tarde cuando se aproximó a una tumba diferente.
Se inclinó para olisquear el viento suave que recorría el espacio circundante a la tumba y quedó estupefacta. Era un olor conocido, inconfundible, familiar, no podía ser, pensó inmediatamente, probablemente allí había un error grande. Pero no era así, la tumba emanaba sus propios olores.
La encontraron al anochecer. De pié frente a la tumba, tiesa como un estatua. Su nariz girada hacia un costado y la mirada horrorizada mirando directamente al fondo de la tumba. Regina estaba muerta.
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