Mi amigo Mariano sostiene con absoluta convicción una teoría sobre la relación hombre - fútbol. Sin sonrojarse, dice que el ser humano varón, en su estado natural tiende, no ya a lo lúdico, sino puntualmente a jugar al fútbol. Es decir, ese hombre desnudo de cultura, vacío en su naturaleza más animal, acabará indefectiblemente, casi como propósito excelso de su evolución en el tiempo y el espacio, jugando a la pelota.
Así piensa mi amigo Mariano, y así, escudándose en esta teoría, ha pretendido justificar incontables situaciones cotidianas. Los resultados, podríamos decir, dan un empate: dos novias lo han abandonado por su fanatismo futbolero, pero cinco amigos se le han acoplado fielmente en la difusión y promoción de sus preceptos filosóficos.
Yo, humildemente, soy uno de esos amigos, que declara al fútbol patrimonio de la humanidad, madre patria de las emociones, paraíso del placer.
La felicidad de un golazo de cabeza en el partido con amigos, me ha costado el desamor. Madrugar para ver por TV la final intercontinental, y no hacerlo para ir de paseo, de compras, o de visita a la casa de los suegros, tuvo el alto e indigno precio de mirar películas y novelas durante dos semanas. Y así, una sucesión de inconfesables hechos, han determinado un diagnóstico que asumo: enfermo de fútbol.
Heréticas mujeres del fundamentalismo anti-pelota, me han tildado de loquito, de banal, y las más tolerantes apenas se han compadecido con su indiferencia.
Día a día, intento controlar y superar ese pasado y este presente de tanto fútbol abarcando mi vida.
Pero ahora, en este momento crucial en que Mariano me acaba de habilitar con un pase exquisito, no puedo demorarme con reflexiones. El arquero rival se me viene encima cual gato volador. Y en fracción de segundos, deberé encontrar el hueco para definir; para que la pelota, y los sueños, completen su aventura hacia el fondo del arco. |