A Juan, el mundo lo tenía hastiado.
Cada tarde al regresar de su trabajo prendía menos el televisor porque según decía a su familia, las noticias le ponían los pelos de punta.
Todo era malas noticias. Asaltos, robos, desempleo, corrupción, violencia.
No solo en el país sino que en el mundo entero. No tenía ganas de seguir viviendo en un mundo como éste y como no era muy valiente, le hacía el quite a la idea de un suicidio. No quería ni pensar en ello, sin embargo su desanimo crecía día a día.
Tampoco podía cambiar el mundo y así mejorar su actual manera de vivir. No veía cómo podría hacerlo y su condición de profesor de la Universidad, solo le permitía observar como marchaban las cosas a un ritmo vertiginoso y no sentía que pudiera cambiar el mundo como a él le hubiese gustado.
Debido a ello, estaba construyendo un mundo propio, en donde lo más importante era su vida intima, sus recuerdos y su pasado que le llevaban sutilmente a esos momentos felices de cuando era apenas un niño.
Decidió entonces cortar de una vez por todas con sus tribulaciones y empezó a poner en practica un plan que le aseguraría que el mundo cambiaría para siempre.
Adquirió una escopeta de caza , la que ni siquiera se dio el trabajo de inscribir. No lo necesitaría.
En el barrio Franklin encontró la fragua que andaba buscando y la guardó por un tiempo en el garaje de un amigo. Estudió cada detalle de la operación. Evaluó los pro y los contra. Ensayó las posturas más cómodas para manipular la escopeta y la fragua, una y otra vez hasta que se convenció de que nada fallaría.
Quedar sordo de ambos oídos y ciego de los dos ojos, al unísono, era una tarea bastante compleja ya que debería hacerlo todo solo, rápido y sin ningún tipo de ayuda para ahorrarse sufrimientos y dolores innecesarios. Primero se dispararía en el costado izquierdo de la cabeza, lo más cerca que pudiera para que el sonido le rompiera en el acto el tímpano. Luego e inmediatamente cambiaría de posición para dispararse en el oído derecho y luego con un fierro candente se quemaría los dos ojos en menos de un segundo. Si, lo había ensayado suficientemente y todo se ajustaba al plan.
Bastarían solo dos segundos y quedaría sordo y ciego para siempre. Así no sentiría ni vería más este mundo agobiante y violento. Había descartado la posibilidad de quedar ciego mirando el sol ya que corría el riesgo de no quedar completamente ciego y fallaría el plan. También había descartado solicitar a un médico que le cortara los nervios ópticos, porque sabía que todos los médicos que visitase se negarían.
Golpearse los ojos con un martillo o meterse clavos, le parecía demasiado lento y doloroso por lo que había descartado definitivamente esa opción y la operación con un fierro candente era la que aseguraba una ceguera total.
Había ensayado meses para manejarse con la vista vendada y era capaz de hacer todas las actividades que se realizan con la vista buena.
Caminar, sentarse, desplazarse, cruzar la calle, ir al supermercado, vestirse y alcanzar cosas. Todo lo hacía a la perfección casi, como si fuera ciego de nacimiento. También había ensayado suficientemente con los oídos tapados y cuando lo hacía al mismo tiempo con la vista vendada, sentía que entraba a un mundo nuevo, más placentero. A un mundo de recuerdos e imágenes grabadas que lo hacían recordar cuan dichoso había sido en su niñez.
Quería dejar de ser adulto lo más pronto posible y sumergirse en su mundo privado y aislado.
Una carta escrita explicaba a su familia esta decisión y les instruía para sobrellevar esta nueva manera de vivir que tendrían que iniciar si aceptaban seguir con el.
Si no lo aceptaban, pedía que lo dejaran solo y ser feliz a su manera. La carta se las daría al día siguiente de haber ejecutado el plan y lo haría con seriedad y solemnidad.
Su esposa y sus dos hijas adolescentes, estaba seguro de que le querrían igual y le acompañarían en esta nueva vida.
Llegó el día marcado para concretar el plan y Juan se dirigió al garaje de su amigo donde tenía guardados los Implementos.
Sacó la escopeta y la cargó con tres tiros. Seguidamente prendió el carbón de la fragua y azuzó el fuego con la manivela.
Cuándo le pareció que el carbón ardía suficientemente fuerte, posó el fierro en el fuego, el que tenía soldado en su punta un tope circular del mismo diámetro de la cuenca del ojo.
Tomó un bol y lo llenó con agua caliente de un termo, e introdujo dos paños blancos del tamaño de una servilleta. Dejó encima de la mesa un frasco con agua oxigenada, uno con algodón esterilizado y otro con yodo desinfectante. Tomó la escopeta y la puso en la posición ensayada así como los frascos y paños, acomodándolos varias veces hasta que mecánicamente y con los ojos cerrados pudo identificarlos y manipularlos en el orden que se requería.
Hizo un ultimo ensayo general repasando mentalmente el orden y los tiempos: primero el disparo en la oreja izquierda, luego en la derecha.
Con un taco de madera que había dejado sobre la mesa, al lado de la escopeta, imitó dos veces lo que haría con el hierro. En sucesivos movimientos de taponaje, metió la punta del palo en cada ojo, aplastándolos hasta que doliera un poco y se convenció de que todo estaba listo.
Echó una última soplada al carbón de la fragua con la manivela y el hierro enrojeció hasta ponerse blanco.
Se levantó la manga de la camisa del brazo izquierdo y clavó una jeringa con una dosis fuerte de morfina y otra con un anestésico directo a la vena.
Luego se empapó los ojos con agua destilada, remojó los paños en el agua tibia y tomó la escopeta con la mano derecha, la puso pegada a su oreja izquierda y accionó el gatillo. Cambió rápidamente de posición y accionó el segundo disparo. Tiró la escopeta al suelo y sacó el hierro candente de la fragua y lo hundió en su ojo izquierdo hasta el fondo. Sintió un relámpago en su cabeza y un zumbido que aumentaba a cada momento, luego hundió el hierro en el ojo derecho y sintió que el rostro se inundaba de un liquido tibio, de vapor y de restos de carne que corrían por sus mejillas.
No sentía dolor, pero si un olor fuerte a carne chamuscada. No veía nada y el pito de sus oídos no cesaba. Tanteando dejó el hierro en la fragua y se aplicó los paños con agua caliente en ambas cuencas vacías hasta que las secó y luego vació el frasco de agua oxigenada en cada una de ellas. Tuvo que sacudir violentamente la cabeza pera evitar que el agua bullente le entrara por las narices y procedió a echar el yodo con cuidado para no derramar fuera de las cuencas.
Secó todo bien y enguajó nuevamente con algodón húmedo hasta que las cuencas dejaron de evacuar el líquido.
Se puso un parche en cada ojo y vendó su rostro abundantemente.
Había concluido su tarea. No sentía nada y no veía nada. Tampoco sentía dolor, pensaba solo en sus órganos destruidos y en su nuevo futuro, en su nueva vida, aislado del mundo. Solo con sus recuerdos infantiles.
Pasó un rato sentado, sintiendo el fuerte pito que zumbaba en su cabeza, se tocó suavemente la venda que cubría las cuencas vacías y sintió nauseas. Un violento espasmo recorrió su cuerpo y sintió frío, un frío gélido, que lo dejó inmóvil. Recordó aquella noche en que una de sus hijas enferma llegó hasta la cama matrimonial quejándose de un fuerte dolor de oídos.
La llevó de regreso a su tibia camita y le puso un par de gotas que calmaron su dolor. También recordó su voz, una voz dulce y suave, de niña regalona. Intentó guardar ese timbre en su memoria y también la de su otra hija y la de su mujer. Todas eran voces de cariño, de calor de hogar y tomó conciencia de que nunca más las vería y que nunca más las sentiría hablar, reír o llorar. Tampoco vería ni sentiría a sus padres , hermanos, amigos y compañeros de trabajo.
Estaba solo, aislado del mundo entero y sintió ganas de llorar, sintió impotencia y un dolor inmenso se apoderó de su ser. Ninguna lagrima salió de sus cuencas vacías, tampoco sintió sus quejidos y estertores y tomó la escopeta pasando el tercer tiro. No tenía otra alternativa, no había vuelta atrás y accionó el gatillo. Vio todo negro y el pito de sus oídos cesó.
|