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Aquél día desperté con un ánimo excelente, salté de la cama un instante antes de que el despertador comenzara a sonar, de un sólo golpe lo hice callar, corrí al baño, me di una ducha de diez minutos y canté todo el rato, cuando salí de él, desperté a mi amiga y compañera, Astrid, que, para variar, seguía durmiendo, con varios golpes y arrojándole mi toalla húmeda sobre la cara. Al rato, desayunábamos de lo más contentas mientras veíamos las noticias por televisión. Salí rumbo a mi trabajo, y ni me di cuenta cuando ya había llegado a el mediodía y con él, la hora de almuerzo que disfruté de lo más bien conversando con mis colegas de aquél céntrico centro dental, pero, con tanta excitación, derramé un par de gotas de ketchup sobre mi falda. Me limpié en el baño y continué trabajando. Mi novio me llamó mientras realizaba una extracción que me tenía muy complicada, la raíz estaba muy profunda, y la anestesia no surtía efecto. “llámame después, ¿ya?, un beso, chau” La maldita muela salió al cabo de un rato de forcejeos y mi ceño fruncido de esfuerzo se relajó al verla ensangrentada frente a mis ojos. “¿Quieres llevártela?” Su cabello desapareció tras la puerta llevando en una mano una bolsa con una muela y la boca llena de algodón y puntos de sutura. “Al menos, lo único que comerás será helado” Ése era el consuelo de los que tenían que pasar por las molestias de una extracción.
Mi novio no volvió a llamar. No me preocupé, total, estaba de viaje, un viaje largo, en busca de no sé que cosa en no sé que parte. Astrid me reprochaba el que yo mostrase tanto relajo respecto a él y su viaje a ningún lugar. Que un día estaba en Cuba, al siguiente llamaba desde Argentina y días después, al revisar mi correo electrónico, un mail de él me daba saludos desde Veracruz, México. A mí también me preocupaba el que no me preocupase la situación de la persona con la que viviría dentro de un par de meses. No había caso, por más que me concentrase, no lograba causarme preocupación alguna. “Con alguna cochina debe estar” Las voces de Astrid me carcomían la cordura, a veces. Pero sólo a veces, la mayoría del tiempo lo único que me distraía era la música y las películas en el cine que estaba a un par de cuadras de mi departamento. Por eso cuando llegué a casa, puse mi música favorita, fumé un par de cigarrillos mirando como atardecía por la ventana y me acordé del principito. Mi novio me dijo una vez que antes de conocerme estaba como el borracho de ése cuento de Saint Exúpery, inmerso en un círculo vicioso con su soledad y sus pensamientos como única compañía. Pero que tras conocerme, de a poco, paso a paso, como un bebé que aprende a caminar, pasó a sentirse, y a ser, mejor dicho, como Il Rénard, el zorrito amigo del principito, y comenzó a apreciar todo lo que lo rodeaba. Ahora, combatía sus demonios.
“Se fue hace más de dos semanas”. Rumbo a quién sabe dónde. Sólo él lo sabía con certeza, lo único que yo entendía era que por toda América había gente que lo conocía, y que se sentía en la obligación, más que nada por salud mental, supongo, de atar sus cabos sueltos, de reparar los daños que había causado y de terminar con lo que lo atormentaba, se encontrase donde se encontrase. “Algún día lo sabrás todo” Sí, sí lo sé, Fabián, algún día me confesarás todo, pero igual vas a tener que contarme algunas cosas a tu regreso, tal vez la idea general para imaginarme por dónde van las líneas del fantasma que te atormenta tanto. “Mi mayor secreto es que no tengo secretos, mis secretos no son de tu gusto, mis secretos son simples, tanto que ya los conoces, no son los que tu imaginas, no; lo lamento, pero no tengo los secretos que tu querrías que tuviera” ¿Por qué demonios tenías que pelearte conmigo antes de irte? Tu disculpa y la mía por teléfono suenan como el rumor del viento entre las hojas de un bosque desconocido, nadie sabe dónde terminan, dónde comienzan, todo es tan falso. “Donde voy nadie puede acompañarme” Claro, resulta que no podía ir contigo, y encima, eres tan pagano como para poner las palabras de Jesús en tu sucia boca. A ratos te odio de verdad, Fabián, pero tienes la suerte que se me pasa. Como cuando me llamas “gata” al hacer el amor entre las sábanas que se llenan de manchas amarillas las mañanas de domingo que comienzan un sábado en la noche, y así se nos escapa, así se me va el enojo, con una palabra tuya, maldito enamorado mío.
“Gatita mía, preciosa, ojos de esmeraldas perdidas, piel de azahar a la luz de la luna” Y tu boca se entreabre antes de llenarme de ti. Si no fueras así, si te desviaras sólo un poco, si este viaje te cambiase, moriré de desilusión, porque no cambié contigo, porque preferiste largarte a arreglar tus asuntos y crecer superándote para superarme y relegarme a la soledad.
“Amiga mía, si estos hombres no merecen confianza alguna, si hay que estar continuamente dando y quitando, si les das la mano, te tomarán el pie, si los dejas, te dominan, si no, te desprecian. El punto está en el equilibrio” Astrid, mi amiga de años, descarada consejera, flor coqueta consiente de su belleza, que no aguantas a un hombre por más de un par de meses, a no ser por un poeta que amaste más de un año, que te destrozó porque tú lo dejaste por miedo a que sentías que te enamorabas completamente y no lo podías controlar y vaya que necesitaste voluntad para no dejarlo, porque yo dormía al lado tuyo y escuchaba tus sollozos mientras intentabas borrar los mensajes que él te dejaba en tu celular sin leerlos, pero igual los leías porque aún lo sentías tuyo, y como lloraste el día en que lo viste pasar con otra, y eso que sólo pasó caminando rumbo al horizonte conversando con esa mujer extraña y tan ajena que lo único especial que tenía era un crucificio dorado en su pecho cubierto de lana negra. Y con qué pasión te lanzaste sobre tu pobre y joven profesor ayudante de agronomía, y con que gracia rechazaste luego sus llamadas y mensajes, que dulce consuelo para ti y que agrio trauma para el pobrecito de ojos grises, que te juro, perdieron el brillo desde entonces. Eres muy cruel, pero igual te quiero, porque por más que intentaste destrozar a ese pobre poeta que te amó como nadie, tu ya estabas destrozada desde el día en que le dijiste que ya no lo querías y todas esas estupideces que se dicen al matar un amor. “Vete al diablo, maldito miserable” Eso fue fuerte, pero ganaba el que decía la última palabra y se iba caminando sin mirar atrás, ¿no?.
“Si tu quisieras, si yo quisiera ser él que tú quieres” Malditos poetas y su alocada búsqueda por musas como cazadores furtivos matando crías de focas, albas de nieve, para sacarles la piel y hacer abrigos. Amor, tema insano del que pueden hablarte horas sin aburrirte, o simplemente dejarte llevar por sus voces profundas (pobrecitos los poetas de voz afeminada o aflautada, poco pueden hacer al recitarte sus poemas al oído) y contestarles sólo lo mínimo para dejar que ellos sean los que llenen los espacios vacíos, los silencios poco solemnes que se crean mientras a tu alrededor todos bailan pero tu no, porque tienes un poeta como sostén, y lo dejas hablar para que se desahogue, o se deshoje, mejor dicho, para recibir ciertos roces de placer furtivo entre tus oídos y tu pecho. Poetas amigos tuyos que, años atrás, llenaban la alfombra con el murmullo de sus versos, para caerle en gracia a la dueña de casa, tú, sólo tú, Astrid, la reina de los condenados a contemplar amaneceres sin luz, la única flor que nace entre los cardos y los mata. Mi amiga. No diré que no me asombré al ver a tu poeta tras las cortinas de un café, pero más me asombré cuando estuve frente a él y una taza de chocolate caliente, conversando sin nombrarte, no como era costumbre cuando estabas con él, que de lo único que hablábamos era de ti, y lo hacía reír con mis historias sobre tus caprichos y secretos, dándole pistas para sorprenderte, para deleitarme con los momentos cuando decías lo mucho que te agradó que él supiera que te gustaba tal música o que te haya llevado a ver la obra de teatro de la que me habías estado hablando durante más de un mes al acostarnos y apagar la luz, ésa a la que no podías ir porque tus escuálidos sueldos no te lo permitían. Pero el poeta no es pobre, su apellido te remonta a antiguas eras, cuando llegaron inmigrantes europeos a colonizar tierras que sólo tenían el nombre puesto, tierras que parecían no existir pero que ellos hicieron salir de la imaginación de los hombres mediante el esfuerzo de un arado y las obstinadas paladas que le dieron al suelo buscando armar los cimientos de sus hogares. Y recibieron los frutos de la tierra y los exportaron y se hicieron ricos para terminar dando a luz a vástagos inoperantes, pero con el dinero de los antiguos, como tu poeta que a cada palabra que me regalaba aquella tarde se hacía un poco más mío y dejaba de ser tuyo. Me lo llevé a nuestro apartamento, y tu no estabas, tú también decidiste, no sé si porque sabías que Fabián pronto llegaría, y por un extraño sentimiento de orgullo, no querías ver cómo yo me postraba frente a mi hombre y le perdonaba su viaje existencial tan lleno de misterio.
Tenía a tu poeta en el sofá del living, contemplando la luna entre las cortinas, con una atmósfera llena de tabaco y jazz, con las luces a medio apagar y con un calor de noche de verano que se agolpaba entre los pliegues de cada mueble en la habitación y en las pieles de los dos seres humanos que en ella estaban; yo y tu poeta.
“Nunca le hagas el amor a otro hombre con el que no hayas estado por lo menos una semana, te lo ruego” Astrid, no suelo ser tan tonta, aunque Fabián me lo hizo en menos de eso, tu poeta estaba cayendo bajo gracias a los efectos del alcohol. No te negaré que lo deseé, pero ver la triste cirrosis de tu pobre rapsoda detuvo mis impulsos carnales. Lo dejé dormir allí hasta el otro día y lo despedí con un café y un par de galletitas con mermelada en su estómago.
“Te amo, no volveré a estar lejos de ti, ya todo pasó, ya no tengo pasado que me persiga”. Y así llegó Fabián cargado de historias y cansado de matar recuerdos a derramarse en mí y luego llegaste tú y me encontraste unida a él, aunque no me diste tiempo de vestirme, aunque sabía que realmente lo que querías era a mí y que yo era lo que te había hecho botar al poeta, aunque sabía que tu viaje sólo era una excusa para sacar una visa y huir luego de tu crimen, pese a todo, tonta que soy, no pensé nunca en ti hasta que fue demasiado tarde. No me diste tiempo de despertar bien siquiera, apretaste el gatillo varias veces y nos dejaste fríos, desnudos y ensangrentados, como pétalos de rosa resecos en medio de un lodazal, entrelazados para siempre, hechos estatuas en estado de putrefacción, y así fue cómo nos encontró la policía a la semana de habernos ido de este cochino mundo, y nunca te encontraron y tu seguiste con tu laboriosa obra; encantar para luego escapar, como una brisa de cristal que llama la atención de los cuervos, como una dorada pompa de jabón que no estalla y que pasa sobre las cabezas de los niños para guiarlos a la carretera. Y tan inocente que eras, mi rosa del principito con tus espinas para matar tigres.
“Eres mi mejor amiga”. Sin comentarios.

Texto agregado el 06-04-2005, y leído por 116 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
06-11-2005 mmm. eh de confesar que me gusto, quizas no sea de mi agrado, pero a pesar de todo me gusto, ahora tratare de leerte mas, saludos desde mexico astarot
 
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