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Voy a comenzar. Iba un tipo por una calle con la que había sido mía alguna vez. Tenía varios centímetros de estatura más que yo, y era muy blanco y delgado. Llevaba una de ésas gabardinas oscuras típicas de un tipo de cuento de Lovecraft, o al menos como yo me imagino a los personajes, y la sonrisa más cínica y grande y alba que puedas imaginar. Su sonrisa se tragaba la noche, las luces, todo. No estoy seguro de que su acompañante fuera mi mujer o no, o si en realidad fuera algo mío, no estoy seguro. De lo que sí estoy seguro es que era muy delgado, y que su blancura contrastaba con todo a su alrededor, incluyendo el brillo verde pálido de los postes. Los focos anaranjados de la calle, extrañamente, esa noche hacían ver todo verde, un verde espantoso, limón, ácido. Pero caminaba, por una calle vieja, de edificios altos iluminados por ésas luces extrañas, con una mujer, dejémoslo así, mejor. Con los brazos cruzados, o en los bolsillos de su abrigo. Todo en silencio, sólo se oye su conversación y al parecer, una risa femenina a lo lejos.
Entonces, temo que se abre el infierno. Un hombre corre desesperado tras ellos. Como si le hubieran quitado algo o les llevara un mensaje muy importante. Es delgado, casi con la piel pegada a los huesos, tiene el pelo claro y corto, y lleva un suéter y unos pantalones. Y zapatillas blancas, con las, que a pesar de lo frenético de su carrera, casi no hace ruido. Algo brilla en su mano mientras corre hacia la pareja por aquella calle tan larga. Es un tubo de acero, una cañería, pequeña pero contundente. Les da alcance, y sin decir nada, derriba al tipo alto y de gran sonrisa. De un solo golpe en la nuca, lo tira al suelo, ella sale corriendo, en pánico. El del tubo, o cañería, es lo mismo, creo, comienza a darle golpes salvajemente en el suelo a nuestro sonriente personaje. Al comienzo el atacado intenta poner las manos, volverse, levantarse, pero ante la violencia del ataque se desvanece. Y el otro continúa con los golpes, partiendo el cráneo, llegando al cerebro y manchando la calle de sangre, que corre, lenta, pero oscura, más oscura que la noche, hacia la cuneta, y se desliza calle abajo, con una mueca de cierto placer del homicida. Lo ladea para que la sangre escurra mejor. El arma homicida ya no es una cañería, sino que un garfio, pero un garfio recto, un arma en 90°, me entiendes, si, estoy escribiendo borracho, como siempre, como siempre después del amor, después de que me dejaste por otro tipo más alto y más cuerdo que yo. El caso es que el maniático carnicero, tras deleitarse, y de haber habido tiempo se hubiera masturbado, con el cuadro de su víctima muerta, parte corriendo tras la mujer. Va pensando cosas como “corro mucho más rápido que ella, así que puedo alcanzarla”. Pero no piensa en que va a hacerle. Le da alcance, y se pone a trotar tras ella. En el camino, se cruzan con un hombre gordo, muy alto y macizo, que intenta detenerle, mas, el delgado homicida lo golpea con el garfio en la nuca y se pone a correr, pensando cosas como; “no va alcanzarme ni con una bala, corro mucho más rápido de lo que él pueda reaccionar”. Pero mientras corre tras la mujer, escucha los disparos del gordo y como éstos se pierden en la oscuridad sin herirle, en su carrera inconsciente hacia la gloria o la paz.
La mujer se detiene, extenuada, enfrente de un gran muro de madera, iluminado por la calle principal, verde por los focos, fantasmal, enfrente de una gran fábrica que se extiende a lo lejos, como una gran matriz entre las dos finales de calle. La mujer cae, entre lamentos y maldiciones, mas el flaco la toma en el suelo. Sin pensarlo, comienza a sodomizarla, para lo cual le quita los calzones y le levanta el vestido rojo que se ve verde por la luz. La mujer levanta la grupa y se deja, entre gimoteos y sollozos, en cierta medida, cooperando con su violación.
Cuando el delgado asesino está cerca de alcanzar el éxtasis, se oyen unos disparos. Era el tipo gordo que él había derribado, y que, celoso de venganza, les había seguido. De los tres disparos, uno pega en la pared de madera, otro le acierta en la nalga derecha al asesino, y el último se va derecho contra la cabeza de la mujer, haciéndola estallar y esparciendo su contenido en la cerca de madera podrida. En la noche la sangre se ve negra, como si fuera brea. El asesino se levanta, salta la cerca y corre, subiéndose los pantalones, en dirección a la fábrica. No se detiene, hasta alcanzar un muro y parapetarse tras él. Silencio, sólo se escucha la respiración entrecortada del delgado personaje y lo único que se mueve es su pecho, bajando y subiendo agitado y el vapor que sale en rápidas ráfagas desde su boca y se disipan poco después. Se palpa el culo y se ve la mano sangrante, hace una mueca de dolor y se revisa con cuidado la herida, torciendo el cuello y examinándose con la mirada.
Espera unos minutos y comienza a caminar, lento, sin hacer el menor ruido. Sabe que está a salvo, que el gordo no pudo saltar la cerca, pero debe escapar del terreno de la fábrica. Aprovecha las sombras y sabe como moverse en la oscuridad, como una serpiente en el musgo de la selva. Como todo buen ladrón, le teme a los perros, así que mira a su alrededor frenéticamente, casi como un pájaro, buscando verlos antes que ellos le vean. Encuentra una reja, no muy alta, por la que cree poder ver al gordo, si es que sigue al otro lado del cerco, y huir luego, si es que la calle está libre. Sube. Lento, como un arácnido de sólo cuatro patas, sin ruido, sin que la reja se mueva siquiera. Observa a su alrededor como un vigía y encuentra al gordo. Sabe que, en su huida, se alejó mucho del cadáver de la chica, así que lo ve pequeñito, como una “O” en un libro. Parece arrodillado enfrente de la muchacha.
Extrañado, nuestro asesino salta al otro lado, arriesgándose a ser oído, pero debe de tener patas de gato, pues ni polvo levanta su caída. Camina pegado a la calle opuesta a la luz verdosa, enfermiza; camina por la vereda de un edificio pequeño, de varios departamentos y muy viejo, que se repite a su alrededor en todas las calles que ha recorrido, con el mismo número de ventanas y de peldaños antes de llegar a la puerta.
Llega a la altura del gordo y se extraña de la escena. Se agacha, como un felino acechando y sus ojos se entrecierran y sus músculos se tensan. El gordo está continuando lo que él no pudo terminar. El problema es que resulta casi risible el ver al gordo intentando penetrar y levantar al mismo tiempo, entre quejidos, al culo inerte de la chica muerta, que colorea un riachuelo que baja por la calle y amenaza con llegar a una alcantarilla, con su sangre que escurre desde su cabeza, de reflejos verdes pálido debido a las luces, verdaderos fuegos fatuos urbanos.
El asesino se desespera. Una gota de sudor corre por su sien, cae rápidamente y llega hasta su mentón, quedando colgando por unos instantes, causando un pequeño destello en la oscuridad. Sus dientes rechinan por el nerviosismo y sus manos están sudorosas, su corazón late fuertemente, casi moviéndolo con cada palpitar.
La luna en el cielo no se ve, sólo llega su luz destrozada por una pared de nubes oscuras. Una estrella solitaria se mostró un instante antes de ser devorada por la oscuridad de las nubes de lluvia para mañana. Los cables de electricidad en sus postes resonaban con un rumor imperceptible, que se perdía con el silencio. El asesino tiene un pito en el oído. La luz verdosa no lo toca y sólo sus ojos brillan mientras ve ese acto tan horrible con el ceño fruncido.
De pronto, tras una sombra que se mueve y un golpe sordo como el que hace una sandía al partirse, el gordo está muerto, con el gancho enterrado en la sien y apoyado en la cerca, todavía sosteniendo con sus manos a la muchacha que parece un harapo. La mirada del gordo refleja sorpresa y temor. Sus ojos ya no brillan, tampoco la sangre de la muchacha, que acaba de juntarse con la del gordo un poco más allá, donde camina tembloroso un hombre delgado con el pelo castaño, pero pintado completamente de verde por las luces de la calle. La fábrica queda en silencio, quieta como una bestia al acecho, mientras los pasos del asesino se pierden calle abajo. Aparece la niebla, tranquila, como una novia, tapando todo con su velo. El perdón no es necesario, ni el hombre que camina rumbo al ocaso tiene intenciones de buscarlo.
Todo ha terminado. El silencio cae como un telón al finalizar la función y la calma llena todo. La sangre corre, tranquila como un riachuelo, y cae lentamente en una canaleta, a gotas pegajosas que se pierden en el vacío de las alcantarillas, todo con débiles destellos verdes. Mañana el rictus mortis, y pasado, el estallido silencioso y las vísceras esparcidas del gordo decorarán la calle de mil tonos de rojo y colores sinónimos de homicidio.
Todo está bien en la tierra, Dios está en su cielo. Eso lo sabe el caminante y único sobreviviente de una noche de sangre y sexo impuro, que va con su inconsciencia tranquila y sosegada. Ya amanecerá y la luz verá lo que sucede en su ausencia.
La sangre hablará por sí sola al amainar la oscuridad. Las gotas que escurrieron por el pantalón del asesino no serán más que indicios de la locura y la brutalidad de una noche, que como un puzzle, parecerá imposible de armar. Y de amar.

Texto agregado el 06-04-2005, y leído por 157 visitantes. (1 voto)


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