La hora de la felicidad.
No recuerdo bien porqué estaba en Guatemala, creo que fue uno más de esos congresos que simplemente me alejaban de casa y lograban turbar mi relación con mi esposa; más allá de que la idea de estar lejos de casa y no ver a mi mujer por un par de días, lograban alimentar mis ganas de vivir.
Día a día despierto con una sola premisa: vestirme rápido y alejarme de mi hogar (ni siquiera el desayuno puede ser un momento agradable, ajeno a disputas). Mi vida de casado es un martirio desde el primer día, y cuando todas las mañanas antes de partir me pongo el anillo que simboliza nuestra unión, no puedo evitar apretar bien fuerte las mandíbulas y cerrar el puño de la mano con una fuerza capaz de explotar mis propias venas. Sin embargo una de las características más relevantes de mi matrimonio fue ese pacto implícito de respeto fuera de nuestro hogar, donde podíamos ser apreciados como una pareja más de Bs. As.; será por eso o porque quizás no quería escuchar sus recriminaciones fue que antes de volver de Chimaltenango decidí obsequiarle un recuerdo de Guatemala.
Había pasado días enteros dentro de un hotel saludando a personas que nunca se acordarían de mi nombre, por lo que no tuve mucho tiempo para recorrer la ciudad y la idea de perder tiempo en la búsqueda de su regalo me hizo temblar de ira. Decidí pedirle ayuda a Ronald, el maletero del hotel, para que me indique la dirección de las boutiques más destacadas de la ciudad, puesto que además de su escasa simpatía, mi esposa gozaba de un refinado gusto ajeno a prendas sin etiquetas de renombre.
La cosa nostra, Valenty y Glamour, fueron algunos de los locales donde intente buscar la prenda indicada, pero todo esfuerzo fue en vano, mi predisposición no alcanzaba, cuando las atentas vendedoras me preguntaban que buscaba, yo respondía que precisaba un recuerdo para mi esposa, y les acercaba sus voluptuosas medidas, sin embargo nada parecía convencerme, pues no lograba imaginar a mi esposa feliz con esas prendas, o quizás nunca la vi feliz.
Cuando salí de la ultima boutique, que lógicamente había visitado en vano, vi un cartel que lleno mis ojos de esperanzas, intenté cruzar hacia el aviso persuasivo de “sea feliz, use relojes La playa”, pero el transito me lo impidió. Llegue hasta la esquina y esperé a que la luz del semáforo me de permiso, creo que en ese momento mi cara se debía ver como la de un lobo que chorreaba saliva por la boca y al cual le crecen los colmillos, desesperado por atacar y ser feliz; ya que cuando entre al local de lo relojes me sentí observado, casi agobiado, como si me hubiera superado la circunstancia. Quería cualquier reloj e irme a descansar al hotel, debe haber sido ese desinterés por la elección que todos me parecieron iguales y escoger uno se torno un martirio. Cerré los ojos estire la mano y señale, luego pagué y tomé el paquete en el que lo habían envuelto, al salir el dueño del local me dijo: “que sea usted, muy feliz”, no dude un segundo, lo devolví y replique “Disculpe usted buen hombre, creo que no elegí bien, quiero seguir viendo relojes, quiero ser feliz…”
La sonrisa cómplice del dueño me aclaro la vista y pude percibir la firmeza con la que tomo mi mano y me dijo con un fuerte vozarrón que retumbo en mis entrañas ”tome este reloj y regálelo para ser feliz…”, no dude, acepte, me tropecé al salir y me fui.
Al llegar a mi casa, cansado del viaje, la vi a ella. Estaba cenando frente al televisor y completamente desinteresada por mi regreso. Fui a mi alcoba a desarmar el bolso; fue justo antes de colgar el pantalón gris que la vi, parada en la puerta, la miré y me dijo: “en el horno hay pollo”, sentí que estaba apretando mucho mis dientes, y que una vena de mi mano iba a estallar, pensé no regalarle el reloj, solo para no tener que hablar con ella, pero el destino ya había escrito su hoja final, y fue ella quien me pregunto la hora; camine sigilosamente, casi como un hilo que enhebra una aguja y con mis manos hechas una seda se lo entregue.
Quiero aquí establecer un paréntesis en mi relato, pues mi confusión me invade y pueden mezclarse muchas sensaciones que mis sentidos recogieron en ese momento. Lo cierto es que no se si fui yo, el dueño del local, todas las personas que me atendieron en las boutiques, Ronald, el reloj, mi odio hacia ella misma, o todas esas circunstancias juntas, pero al probárselo y ajustar la malla del reloj su mano empalideció, luego su brazo, su hombro, su cuello y en cuestión de segundos todo su cuerpo se convirtió en una hoja en blanco; calló al piso, me miró, también murió. |