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Para mi Princesita

YA el baño es un lugar al que siempre llego tarde. Ya se me acabaron las historias para contar y a veces las repito, no por descuido sino porque la salud me duró tan poco que la vida se me hizo corta. Ya la tos me quita tiempo para soñar, y los sueños me quitan tiempo para pensar, y pensar me quita tiempo para salir a la calle y gritar y correr los años que viví en un internado sin colores y sin patios desde donde saliéramos todos a tirarnos el agua que caía de la lluvia. Ya no recuerdo los artículos que aprendí llorando de rabia las noches de los sábados, jurando en el fondo de mi alma vengarme con un cartón de letritas doradas que me premiara por tanto sacrificio. Ya cuento mis pasos y trato siempre de que no sean muchos. Ya puedo hacer planes sobre mi día porque el tiempo me ha regalado dos cosas: más tiempo para pensar y la certeza tranquila y desesperante de que a mi edad no se puede hacer demasiado.
Ni siquiera, Milagros, me dan ganas de salir. Hoy lo hice porque, bueno, la invitación estaba y quería sentirme un poco mejor imponiendo el olor de mi colonia en esa sala. Me vestí llorando. Había olvidado también lo triste que es hacerlo solo. Al entrar, más alto y menos golpeado que los demás viejitos, perfumado hasta los huesos, me acerqué al cajón sin tallar y con barnizado simple con la intención de que él también sintiera mi aroma de cincuenta años de trabajo sin descanso y tuviera vergüenza aún allí de su cirrosis y del lugar que se ganó para morir. Maldición. Lo había conocido de joven. Y a él también le juré venganza por reírse tanto en sus fiestas mientras yo estaba pudriéndome de cólera en mi cuarto. Toda la vida se reía, desgraciado. Y esa noche no hubo motivo para que no muriese así, sonriendo. Empezaba a apestar a licor barato y el humor de las personas se iba impregnado en mi ropa. Y al salir me acordé de ti, de que ya no estabas de verdad, y saludé a todos por más que me dolió el orgullo cuando no celebraron mi entrada, y tomé de sus vasos, y contuve mis ganas de vomitar, y mandé traer una caja de cerveza y prendí sus velitas misioneras con mi encendedor, y me comprometí a hacer lo que estuviera a mi alcance para encarcelar al asesino, todo gratis, claro. Y, antes de echarme a dormir, recé un ratito. Y le rogué a Dios que no los dejara muy borrachos. Para que al amanecer pudieran acordarse de mí.


M2iguelito.
(18 12 04)

Texto agregado el 05-04-2005, y leído por 116 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
22-05-2005 DEjame analizarlo... pero estuvo bueno... pero me parecio mas un cuento que una reflexion. Dreok
 
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