-Es un ser prodigioso. Con un gesto puede crear universos, incendiar una torre, hacer florecer los terrenos resecos o multiplicar nuestro alimento, es el que estábamos esperando, aquel que traerá la verdad y la justicia. Sigámoslo.

Quien decía esto era un anciano de luengas barbas, acaso un profeta de corto alcance, pero que en ese entorno adquiría el prestigio de un personaje de gran sabiduría. La multitud comenzó a arremolinarse en torno al lugar en donde se alojaba aquel ser de tanto poderío. Eran seres sencillos pero investidos de una especie de misticismo ancestral. Si bien no existían atisbos de fanatismo en la lejana región, no era insensato suponer que en cualquier momento el fervor podía encender la larvada llama de la pasión. En ese caso, esos seres curiosos pero con un apetito innato por lo trascendental, más que prosélitos, se transformarían en seres vociferantes, enardecidos, pasto tierno para los manipuladores que muy pronto los harían repeler eso mismo que en principio adoraban. Había arcanos precedentes.

Entre tanto, el hombre reposaba en su habitación ajeno a los comentarios que se tejían en torno suyo. Eran las primeras vacaciones después de varios años de agotadores itinerarios. Y ese lugar bucólico, en el cual la modernidad era sólo un eco que se filtraba con las mareas o una difusa imagen en el único televisor en blanco y negro que existía en la región, se prestaba a las mil maravillas para este objetivo.

Sin saber explicarse porque se reunía tanta gente en torno al hotel en el cual descansaba, David Copperfield, el ilusionista, no intuía que el destino le tenía trazado un camino repleto de asperezas…