Robando libros
El vidrio del bar refleja mi imagen.
El vidrio con el nombre del bar pintado en letras rojas es un falso espejo, gracias a las luces del interior y a las penumbras que generan los árboles de follaje impenetrable de la vereda.
Veo mi cara allí, simulando la que tendré ya muerto, reflejada, en el vidrio cuando es espejo.
Es un fantasma mío.
Indiferente.
Con los ojos perdidos, hundidos en oscuros pozos de sombra, mirándome en silencio. Ocupando todo el silencio de estar solo en la mañana para observar las cuencas negras, sin ojos del fantasma del vidrio.
Cuando no, cuando utilizo su transparencia, veo la calle.
Veo la gente pasar como entre sueños. Sueños, que aveces son mi única vida real. Digo, mientras miro pasar gente que camina.
Aveces, agrego, nuevamente hablando solo.
Y juego a ver, y a no ver, mi fantasma. En el reflejo del vidrio del bar. El mundo está vivo.
El mundo está vivo, y nada vivo tiene remedio, y esa es nuestra suerte. Leí que contesto Bolaño cuando le preguntaron si el mundo tenía remedio.
No termino el café.
Solo me mojé los labios dos veces con el contenido del pocillo, en gesto de hacer algo. Simulé tomar el café. Nunca lo hago, me despierta mucho y prefiero en plena vigilia estar un poco dormido. Evitando un poco ver todo lo que pasa.
Temiendo ver todo.
El anciano de piel muy pálida y manos transparentes, se sostiene contra el mostrador. Como una araña agarrada a un ladrillo de la pared. Se sostiene, haciendo fuerza con los hombros. Clavando las rodillas.
Tiene la piel tan fina que se le ven los huesos, y las venas son cordones oscuros que se mueven junto con los huesos de los dedos apretando el vidrio del vaso.
Las uñas son de agua pintada, en la punta de los dedos.
El anciano se hace entender por el cantinero sin palabras, golpeando con el vasito vacío la madera de la barra.
Pide más de esa manera, y le es correspondida una nueva carga de liquido incoloro. Conociendo el código universal del quiero más.
La botella vuelve a su lugar en el estante. El contenido se aquieta.
Y el anciano le clava los ojos al liquido como agua y espera en silencio, con la boca entreabierta.
En un televisor que no emite sonidos, mudo y arrinconado, pero que se observa desde todas las mesas, se exhibe la muerte.
Pornográficamente se muestra el espectáculo de la muerte. Las imágenes nos quieren hacer creer que ese es el paisaje cotidiano, bombardeos a un país que es casi solo desierto. Cadáveres despedazados, mujeres y hombres llorando.
Las imágenes buscan legalizar las matanzas. Si aparecen en la tele todos los días, van aburriendo.
Muertos, y seguido el número de muertos.
Y el nombre del país que por desgracia tiene bajo su arena el petróleo que los americanos aseguran que es de ellos.
Y se lo hacen saber.
El anciano bebe a pequeños tragos sin ver la pantalla de la muerte. La pantalla que tortura.
Salgo a la calle y en una ráfaga me habita el gentío, que viaja amontonado en los micros, que se mueve enfrentándose en las aceras. Me habitan las voces y los ruidos.
Me habita la calle. Me invade.
Esa calle, de este mundo que ya no parece ser el mío.
Donde dos jóvenes se gritan una consigna que los divierte, y no entiendo ni lo que dicen cuando hablan.
No parezco de la calle, hasta que me vuelvo a enamorar de dos minas que pasan.
Me enamoro dos veces en la misma cuadra que camino lentamente, y me alivia. Como me cambia la cabeza la aparición de una mina buena, me dice el licenciado. Me cambia todo. Ahora en la calle recuerdo la confesión del licenciado y hago que si con la cabeza, y es cierto.
A quien no le pasa.
Y los pibes que juegan en la calle. Que moran noche y día la vereda, un enjambre de pequeños mugrientos y chillones.
Juegan a tener sexo.
Juegan sin pudor a cogerse en la calle. En la calle donde están todo el día para poder respirar, y evitar el aire pesado, irrespirable del lugar donde viven. Hacinados. Su corta vida.
La calle donde evitan el aire podrido de sus propios olores.
Los pibes juegan a lo que ven. Y ríen, ríen gritando. Imitando el grotesco que ven. Imitan lo que pasa donde viven. Pero en los ojitos les veo que no saben bien a que juegan.
Igual me incomoda.
Igual sigo incomodo por la vereda, ahora cargada por gente que me roza al caminar veloces, torpes. Que no evitan chocarme.
Porque jugar no es precisamente engañar. El hombre cuando juega finge, los niños no, los niños al jugar hacen una cosa importante, y seria.
Juegan a lo que serán.
Y en la calle, yo sigo jugando a encontrar mi fantasma en las vidrieras. Y otro habitante no frena tras los vidrios polarizados en el semáforo con luz roja, su flamante automóvil a pagar en cuotas.
Detrás, el griterío del juego de los niños se apaga. El obsceno trato entre ellos se esfuma.
Un pensamiento intruso me desvía la atención.
Pienso que tono de voz tendría Filloy al decir, que Dios en esta calle solo está presente en las puteadas.
Entro en la librería, solo mirando al descuido los cajones con libros apilados que hay al ingresar.
Busco.
Busco con los ojos afilados, hasta que doy con el lomo de la presa. Lo miro de reojo fingiendo buscar algo a su alrededor. Me alejo, abriendo ejemplares que nunca compraría. Me distrae algún texto ya leído.
Estudio la ubicación de los empleados, si me enfocan. Si están ocupados. Pasan esos minutos en los que ya creo que soy transparente, en que me mimetizo con las estanterías cargadas de libros.
Entonces vuelvo hacia la presa, lo extraigo del estante junto a su vecino. Finjo que pienso, que leo. Vuelvo a su lugar solo al vecino.
La presa sale a la calle entre mis ropas.
Ahora finjo apuro.
Y me voy.
En el reflejo de las vidrieras del comercio pasa mi fantasma sin mirarme.
En el parlante de una disquería la Bersuit frasea, quien no carga un bagayo en el prontuario del corazón...!!
En la primera plana de los diarios me venden la agonía del Papa tratando de hablar, traqueostomizado.
Que pasa con la intimidad de la muerte, me pregunto y toco el bulto del libro bajo mi ropa.
(2005)
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