Me bastaba con ver los juegos y sentir en mi piel morena y ágil el viento desértico que llegaba del este, me bastaba con percibir los ojos azabaches de mi madre, eran iguales al cielo cuando el ocaso se posaba sobre la arena y las lámparas eran solo miradas de animales noctámbulos, iluminándonos.
Velas taciturnas rondaban mi cabello, jugaba en el desierto con el agua escasa, aquella flor nocturna se liberaba en mí, algunas veces temerosa, sedienta, libertina, solo eso quería, aun más... deseaba que fuera interminable.
El desbocado grito del viento llegó un día presagiando estrellas azules y rojas que parecían blancas y mientras caían en mi mundo el agua se teñía de rojo. Era el carmesí de quienes me rodeaban. Enredada entre las sombras y desvanecida luchaba por transitar en medio de la muerte, mi piel solo estaba salpicada del petróleo de la tierra que habitaba hacia once años y de las lagrimas del fuego de mis mejillas, no existía nada mas debajo del país.
Caen los fusiles ensordeciéndonos, los rostros arden en fiebre tormentosa. No quedo nada, ni las leonadas pieles, ni sed de agua, ni libros eternos e imborrables. ¡Gran pena!
No podría jugar nunca más. Crecería con la profanación de mi niñez y mis idilios rotos, entre tanto, ellos, de piel dorada y ojos claros, reían y celebraban con vino la muerte de mis sueños solitarios. |