Cristales blancos caen como lágrimas desde el lejano cielo, vuelan por las corrientes del aire, se elevan, flotan, viajan hacia caminos dispersos diluyéndose en la brisa.
La ignorancia de su rumbo despierta incógnitas en los vacíos de mi incertidumbre.
Me pregunto cómo estas pequeñas vidas pueden vivir sin sentir dolor alguno, cómo se entregan al alma del viento sin miedo ni cuestionamientos.
Y así, desearía dar mi vida a las añoranzas de mis añorantes sueños, aquéllos que sucumben como fuego en las entrañas de mi esencia.
Hoy me encuentro dormida, invadida por acordes agudos de la misma existencia adversa. Pero esos cristales de plata siguen volando, alimentando los pensamientos de aquéllos, como yo, que no dejan que la frialdad se fortalezca en el espíritu, sino queremos ser invitados por las poesías del amor y los flagelos de la vida, para nos envuelvan en su regazo dorado y cálido. Queremos sentir la suavidad de los acontecimientos absortos de las llamadas del alma, aquellos llantos mudos que se remuerden en el manto frágil de nuestra pequeñez; y así somos, bañados de inmensidad y de simpleza a la vez, pintados de música y voces, algunas mudas y otras sonoras.
La contradicción de la vida la vuelve aun más bella mientras que los momentos se resplandecen en el reflejo de nuestra admiración. Hoy entrego mi alma a las manos del tiempo para que algún día pueda naufragar en su océano de flagelos.