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En la lejanía, en las sombras del infinito, los viajantes se entristecen ante castillos de hielo que envuelven de frialdad sus profundos ojos. Los sabios caminantes se dirigen hacia sus puertas, golpean, llaman, pero nada ni nadie contesta. La altura de las torres eriza sus nítidas pieles al percibir un poder en sus altas cumbres. De pronto, un ermitaño ciego y calmo abre los portones de la solitaria fortaleza y con una inocencia e ignorancia por su ceguera los invita a entrar. Los viajantes se deslumbran ante la innata amabilidad y todos juntos y callados caminan hacia el portal. Se escuchan voces elocuentes, cantos del vacío en los pasillos culminantes del castillo. De repente, un rayo gigante del sol alumbra las sombras del frío y con su fuerte calor derrite las paredes que rodean esta cuidad del olvido. Las estatuas blancas de cristal toman vida y un niño comienza a cantar. La fuente antes llena de polvo ahora ofrece clara agua que de las montanas nace. El ermitaño confuso se desmaya ante semejante milagro, y de repente una luz mágica lo levanta en el aire tapando su rostro. Las estrellas del cielo vuelan bajo por las calles mientras que aquel hombre se convierte en un adolescente desnudo. Abre sus ojos y mira desconcertado a los rostros de los peregrinos, y en ellos reconoce a sus seres queridos. Paralizados por lo ocurrido, quieto y callado permanece. Una mujer hermosa y sonriente se acerca, lo observa y sin dudar lo abraza. Ambos lloran, ambos ríen, ambos se miran. Permanecen amarrados por sus brazos unidos en un tierno beso cuando se voltean y los castillos de hielo han desaparecido y sólo un poderoso amor envuelve los sus nidos. |
Texto agregado el 03-04-2005, y leído por 156 visitantes. (0 votos)
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