Entonces me encontraba en la cerámica fría, repartiendo lágrimas en aquellas baldosas tersas. Un abrazo invisible me sacó de aquellas temperaturas. Nunca más supe de mí. Sólo veía un techo borroso y una luz opaca. Mi cuerpo era el plástico que se modelaba según la ocasión y aquella luz envolvía ese abrazo invisible. No había piel, músculo, huesos o células que afirmaran esos brazos ficticios otorgándome calor. En el techo estaba la araña de rincón tejiendo la muerte frente a mis ojos acuosos.

Bajó sigilosa hasta cerca mío. Dije en ese minuto: "¿Qué sería realmente de mí cuando esta araña me pique? Dicen que uno muere, pero no quiero sentir más dolor". Y efectivamente me picó. El abrazo se desvaneció. Sólo quedaron mis brazos cubriendo mi delantera, a la espera de que el veneno arácnido hiciera efecto.

Me pude levantar. De a poco fui recuperando energía. No sentí dolor. Pero respiraba, jadeante, como aferrándome a la última rama del árbol. Mi corazón iba a estallar en cualquier momento. Necesitaba que alguien me abrazara. La habitación estaba vacía. Paredes desnudas y mal maquilladas. Suelo frío. Olor a soledad.

Entonces me salió sangre de la nariz. Rodaba feliz y siniestra por mis carnes. Llegó hasta el vacío de mi alma, inundando mis pensamientos con ese rojo oscuro. Después no recuerdo más, sólo que llegó a mí ese abrazo invisible, esa utopía amorosa...

No sentía dolor. Ahora no sentía dolor.

Luego aparecieron la plaza, los columpios, los perros, los carabineros, las alumnas de faldas escocesas, los alumnos de buzo azul real... y el libro que estaba leyendo. Salía sangre de mi nariz y alguien me ofrecía papel. Eras tú.

La araña que causó dolor y ahora no.