Las campanas alzaron el vuelo cual palomas blancas dispersándose en las alturas, y su repicar anunciaba al aire que tu alma volvía surcando los cielos en su regreso hasta al Padre, mientras María con sus brazos abiertos esperaba por ti.
Hombre de blanco, peregrino de la paz, hombre de sonrisa generosa, de ojos llenos de caridad, de manos amplias de entrega permanente.
De mis labios brotó una oración espontánea que subió junto a tu alma que llenaba los cielos, mientras mi corazón ya había hecho un homenaje a tu presencia en un latir a un ritmo silencioso ante las sonoras campanadas que aún repicaban en el entorno, en una sentida despedida para ti.
Tú, que al venir a Chile lograste que mi pecho se llenara de Jesús y de María en un vuelco que no había logrado antes dentro de mí con esa fuerza, y que me hizo sentir que el amor que era más fuerte, realmente “es más fuerte”.
Y hoy, en esta tarde, en la oración que te ofrezco hombre de rostro iluminado, pidiendo a las alturas que tu caminar hasta la presencia del Padre sea iluminado por Su luz, agradezco la paz que prodigaste, la unión que incentivaste, el ejemplo y la fuerza que a todos de alguna u otra forma nos ha tocado, sin importar la religión, ni el color de la piel, ni el Dios que cada uno anide en su pecho, y que sin tener una creencia en particular, y sólo por ser un hombre que ayudó a hacer un poco mejor nuestro planeta y nuestro corazón, llevamos dentro para continuar andando los senderos que aún nos queden por caminar en esta vida.
¡Gracias Papa Juan Pablo II!
02.04.2005 |