El tren de las veintidós
Tronar mudo del cartón
en el riel de cada noche,
carros blancos alineados
en un cansancio incierto.
s.h.g.
Hace veinte años, cuando cada mañana subía los escalones del puente que me permitía acceder al andén de esta estación, no hubiera imaginado que estaría sentada hoy, en el mismo lugar. Aquí donde tantas historias me habían permitido el paso en un tiempo presuroso.
Escuchaba mi nombre resonando en un césped lleno de flores silvestres, una mirada me iluminaba prendida del primer beso que supo perderse entre las sombras de un atardecer de invierno.
Mientras, acariciaba sin darme cuenta, el cabello renegrido de mi hija que ya dormía rendida, apoyando su cabeza sobre mi regazo. Resultaba también inevitable no pensar en su mañana. El mío era un ruego callado para que no la encontrara en este mismo lugar. Me sentía un poco culpable de no haber podido regalarle, por lo menos, la ilusión de un recuerdo más grato.
En la espera, un sabor seco me arrastraba a ese pasado, en una jornada de papeles y paquetes, en la que apenas se vislumbraba un ahora ilusorio y mezquino.
Cada soledad olfateaba su historia desdibujada por la incierta desesperanza del “a lo mejor quien sabe”, “por qué no esperar un cambio”, “por qué sí seguir en la desdicha”...
Armoniosamente empezó el desplazamiento, cada uno arrastraba lo que podía, lo que la fortuna le había permitido levantar.
Nuestro tren de las veintidós estaba ingresando en el andén.
Silvia Haydeé García |