Tu sentada en el pasto, sumergiendo la bolsita de té en la tasa llena de agua humeante, y yo, contemplándote en silencio mientras retiraba los cuatro ladrillos del mantel para que bailara al compás del viento. Cómo nos gustaba verlo bailotear infantilmente por entre las vides, de un lado para otro, mientras la luz se filtraba a través de su tela y nos iluminaba la cara con destellos rojizos.

La botella que habíamos bebido rodaba por el pasto, entintándolo con el color de las gotas restantes de vino. A veces la vida puede ser maravillosa.

Luego la charla, las risas y la confesión. – Amor he perdido el gusto y el olfato –.

Me regalaste un hermoso silencio, mientras las lágrimas rodaban por mis mejillas y arrastradas por el viento acompañaban al mantel en su vals aéreo.

– Qué fuerte está el viento – dije recuperado mientras contemplaba las vides moverse rítmicamente.

Recogí la botella de vino vacía con mis manos carcomidas por los años y la acerqué a mi muerta nariz. Nada.

Lentamente observé el fondo de cristal verde, donde veía alejarse mi vida como catador y perderse de lleno en la nada.

A mi mente llegó el pensamiento de poner en los periódicos un anuncio que dijera “Cambio dos manos en buen estado a pianista manco, únicamente por su nariz y lengua”. Me preguntaste por qué reía. Te contesté que no era nada.

Te dije que quería estar solo. Me besaste en la frente y tu silueta se desvaneció entre las vides.

Conforme oía tus pasos alejarse saqué la pequeña pistola que traía en el bolsillo derecho del pantalón, mientras la furia que nos regala la impotencia me invadía rápidamente. Quería acabar con mi vida y con el mundo, quería reclamarle a Dios todas sus injusticias y volarle los sesos, quería hacer tantas cosas. Pero lo único que pude hacer fue dejarme caer.

Y así me quedé el resto del día, acostado en la inmensidad de la tierra y secándome al sol como una uva, mientras un mantel volaba entre las vides.