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Hoy pasé por el estanque del parque y me detuvo un recuerdo. Al ver los barcos que manos infantiles guiaban con alborozo, una imagen de mi propia infancia cruzó, intempestiva, mis pensamientos

Recordé nítidamente los pequeños barcos de papel que había hecho zarpar desde una orilla y que, luego de navegar zigzagueantes, dubitativos, entre medio de piedras y cortes de agua, se perdían río abajo o varaban en algún escollo en espera de mi mano para continuar el viaje que los llevaría, quizá, a manos de otros niños. Recordé cómo los seguía por un largo trecho, animándolos y auxiliándolos cuando sobrevenían las complicaciones.

La afición por los barcos de papel había comenzado en mi primer verano en la casa de campiña que poseía la familia de mi madre. Entonces tenía cinco años y unos ojos grandes que no salían del asombro al contemplar todo ese mar que me estaba vedado por la impertérrita orden materna. Lo contemplaba a hurtadillas, lo fisgoneaba desde el altillo de la casa, me maravillaba al ver todo ese torrente que tronaba al pasar frente a mis ojos. No era un río grande, un río propiamente tal, era un arroyo un poco más grande que una acequia que entre riveras no contaba con más de dos metros. Pero para mí era todo un océano, un mundo de juegos y de vida, de sorpresas y fantasías y, fundamentalmente, el lecho donde transitaría mi flota naviera construida con los diarios que le robaba a mi abuelo. Los primeros barcos que construí en papel, eran paupérrimas papiroflexias que se hundían apenas tomaban contacto con el agua. Lejos de desanimarme, pasé horas perfeccionando la técnica y con la ayuda de mi abuelo pude por fin botar una nave decente que navegó sin mayores contratiempos hasta que se perdió de vista. Ver alejarse la frágil embarcación lejos de mis manos que le dieron vida, ahora con vida y rumbo propios, dueña de su destino, significó una certeza que fue germinando en mi interior, fraguándose lenta e inexorablemente: la certidumbre de mi propio destino.

—Cuando sea grande voy a ser marino, abuelo. Surcaré todos los mares y construiré mi propio barco, como éste, pero más grande.

Don Baltasar me acariciaba suavemente la cabeza alborotándole la frondosa cabellera mientras una sonrisa plácida le surcaba el rostro.

—Claro que sí, mi pequeño. Serás lo que tú quieras ser siempre y cuando te lo propongas. Eso siempre da resultado. Mira tú cómo has progresado en la construcción de barcos por que así te lo has propuesto.

Yo lo miraba con ojos grandes y húmedos. Miraba ese rostro surcado por mil cicatrices que no habían logrado velar su diáfana mirada. Lo veía grande, protector, bondadoso y estaba feliz de tenerlo como abuelo.

Amaba aquel lugar mágico que me vio crecer, junto a una Naturaleza pródiga en enseñanzas subliminales que penetraron por mis poros como mil agujas hipodérmicas inyectando su sabia, sus conocimientos. Y mi abuelo, tan terreno y etéreo a la vez, dueño de una sutil omnisciencia para enseñarlo todo sin imponérmelo, para saberlo todo sin jamás desacreditarme, para guiarme con mano invisible, tan liviana y sabia como la Naturaleza que nos rodeaba.

Recuerdo con extraña nitidez la primavera en que me dejó poco después, para cobijarse en los brazos de la eternidad. Se quedó dormido con un libro en su regazo en su viejo y confortable sillón del living. La abuela había salido de compras. Cuando regresó, no tuvo más que mirarlo para entender que había partido. Tenía una semisonrisa dibujada en su rostro bondadoso que parecía haberse estirado, suavizadas las venerables arrugas, aterciopelada la piel, más sonrosada que nunca. Mi abuelo había rejuvenecido a la hora de su muerte. Nunca lo había visto tan joven, tan lozano, descansando yerto y plácido sobre esa fría caja de madera. Nunca antes había visto a la muerte cara a cara, y no me pareció tan mala, tan tétrica y lúgubre como aparecía en los cuentos y las historias de vampiros que veía por televisión. Mi abuelo dulcificó a la muerte y esa, quizá, fue su postrera enseñanza. No hizo falta que no se despidiese; Aquella paz que reflejaba lo reconfortó tanto como lo hubieran hecho sus palabras. Le parecía oírlo: “No te preocupes, estoy muy bien aquí. Es como la casa de campo pero un poco más grande. Hay árboles hermosos y pájaros de mil colores que trinan sin cesar una melodía celestial. Hay ríos y arroyos de aguas cristalinas surcados por barcos de papel que navegan bajo la luz resplandeciente del sol. Sí, me parecía oírlo entonces como ahora. Revivía la Naturaleza exuberante, umbría, y mi abuelo llevándome del brazo, cargado de barcos de papel que se harían a la mar con viento fresco, que navegarían por lugares ignotos.

Gracias abuelo. Gracias a ti soy un hombre más grande y más fuerte. Soy lo que luché por ser, lo que perseveré por ser.

Texto agregado el 01-04-2005, y leído por 2359 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
07-10-2005 Y fuiste marino? TallerdeCosio
15-07-2005 No lo vas a creer al mismo tiempo que te leia me parecio estar viviendo la misma situacion y al final tambien le dia gacias mi abuelopues era él el que estaba detrás de mi en esos apacibles momentos. Un abrazo. franlend
23-05-2005 Muy buen texto reflexivo. Un buen homenaje. tobegio
09-05-2005 Me ha emocionado muchísimo tu texto, tu abuelo era y es grandioso, quedó inmortalizado no sólo en tu memoria sino también en la mía y en la de todos los que lean este texto. Precioso. MCavalieri
 
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