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Inicio / Cuenteros Locales / Gabriel_DC / Remordimiento(Historia de un aborto)

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Marta Montenegro era una muchacha humilde que se ganaba la vida como empleada doméstica. Su trabajo consistía en limpiar la casa de sus patrones, cuidar a sus hijos y preparar el almuerzo. Todos los días seguía la misma rutina desde las ocho de la mañana hasta las seis y media de la tarde, hora en la que sus patrones regresaban y ella ya podía marcharse.
Cuando llegaba a su precaria vivienda una hora y tres autobuses después, su anciana tía la esperaba con un plato caliente de sopa.
—¿Y cómo te fue hoy, hijita? —preguntaba doña Claudia a su sobrina apenas ésta entraba a la casa.
—Bien, tía, bien —respondía ella. Marta era de pocas palabras y no le gustaba alargarse con explicaciones innecesarias.
Y aunque su ritmo de vida era siempre así monótono, eso cambió cuando conoció a Juan, un chico joven que trabajaba como peón en una construcción aledaña a la casa de sus patrones.


Al principio, Marta a duras penas le dirigía una tímida sonrisa, pero éste, mediante múltiples piropos y cumplidos (¡Qué buena que estás mamita!, solía ser el más común), logró conquistarla.
A Marta le gustaba sentirse querida y deseada por un hombre, por lo que no ponía objeción a las constantes pruebas de amor que le exigía Juan; y aún temiendo quedar embarazada, tenía relaciones sexuales con él porque confiaba en la regularidad de su periodo menstrual.
Sin embargo, en uno de los cada vez más habituales arrebatos lujuriosos de su novio, no pudo convencerlo de no tener relaciones debido a que se encontraba en un periodo de ovulación.
Al día siguiente no podía dejar de sentirse culpable por no haber evitado de algún modo el “acto de amor” que había llevado a cabo la noche anterior. Y la razón por la que se sentía verdaderamente culpable era que lo había disfrutado más que en las anteriores ocasiones. Había sido una noche de orgasmo tras orgasmo.


La relación con sus patrones había dejado de ser buena y llevadera debido a su progresivo descuido a las tareas domésticas; además, le estaba poniendo muy poca atención a los niños. La última semana, Andrés, el más pequeño a su cargo, se había lastimado a causa de un resbalón en el suelo recién baldeado de la cocina.
“¿Cómo puedo cuidar a esos mocosos malcriados ––pensó Marta deprimida––, cuándo a cada momento me viene a la cabeza la maldita idea de que estoy embarazada?”
Un mes después su temor quedó confirmado. Se había comprado un test de embarazo en la farmacia y éste había salido positivo. No satisfecha con los resultados y con la tonta esperanza de que el test pudiera haber venido defectuoso, se hizo atender en un centro médico gratuito.
El resultado fue el mismo.
No sabía cómo se lo iba decir a Juan, o peor aún, a su tía.
Lo único que esperaba era que Juan se casara con ella, o al menos reconociera al niño. Aunque en su fuero interno sabía que lo primero era muy difícil, y lo segundo, casi imposible. Juan era un hombre al que le gustaba salir con sus amigos cuando le daba la gana, y ella simplemente no se lo podía imaginar cuidando un bebé. Pese a sus proféticos y pesimistas pensamientos, se armó de valor y le contó a Juan que estaba embarazada.
—¿Qué? ¿Cómo que estás embarazada? ––preguntó él, resoplando. Su rostro había adquirido un desagradable matiz rojizo.
—¿No te acuerdas la noche que te dije que no lo hiciéramos porque estaba “en unos de esos días” pero tú insististe y dijiste que no iba a pasar nada? —le recordó Marta.
—¡Mierda! ––exclamó Juan pasándose las manos por el seboso cabello que le llegaba hasta los hombros—. ¿Y entonces por qué carajo no te cuidaste? Debiste tomar una maldita píldora o algo así.
—¿Crees que son baratas o qué?
—¡Las regalan en los centros de salud, estúpida!
––¡Y también regalan preservativos, pero tú tampoco usaste uno, imbécil!
Marta ya sabía que Juan iba a tomar mal la noticia, pero tampoco se imagino esa reacción. Estaba a punto de llorar y no sabía por cuánto tiempo más podría contenerse; ya estaba comenzando a sentir ese desagradable picor en los ojos que se producía cuando se avecinaban las lágrimas.
––Está bien, no te preocupes ––dijo Juan suavizando la voz—. Trataremos de arreglar este asunto.
––¿Cómo? ––preguntó incrédula Marta––, ¿qué vamos a hacer ahora?
––Déjame pensarlo bien y yo mañana te digo, ¿bueno?
Marta no estaba muy convencida pero de todos modos aceptó la propuesta de Juan, y no precisamente porque ella creyera que en un día iba a encontrar la solución al problema, sino porque no tenía otra alternativa.


Al día siguiente Marta fue al lugar de la construcción pero no encontró a Juan. Preguntó a sus compañeros de trabajo si sabían dónde estaba, y al no obtener una respuesta coherente, decidió averiguar con el arquitecto encargado de la obra.
—Decidió trabajar en otra construcción, en la que según él, le pagaban más ––le comentó un poco molesto.
Marta se resistía a creer que el maldito desgraciado la había abandonado.
—¿Y sabe usted por si acaso dónde está la construcción a la que Juan se fue a trabajar?
—No se lo pregunté. Eso no era de mi incumbencia.
—Está bien, gracias.
Ahora que ya no contaba con el apoyo del maldito bastardo que la había dejado embarazada, Marta no sabía que iba a hacer. ¿Cómo demonios le contaría a su tía el lío en que se había metido, cuando ella ni siquiera estaba enterada de que su querida y casta sobrina tenía enamorado? ¿Cómo se lo diría? “Mire, tía, quiero que tome esto con calma: estoy… estoy esperando un bebé y…”
—¡No! ––se dijo a sí misma––, no puedo decírselo así, si no puede que le dé un infarto y se…
Prefirió no terminar la idea aunque de manera subconsciente ya conocía el resto. Al final resolvió no contarle nada. Al menos no por el momento.


Pasaron tres meses y como ya se le estaba pronunciado el vientre, comenzó a utilizar fajas bastante ajustadas. Sin embargo, sabía que no podía seguir haciendo lo mismo durante todo el embarazo, así que tomo una resolución drástica: abortar.
No quería hacerlo, pero sabía que no tenía otra opción. Si tenía el bebé, a su tía le daría un infarto de la impresión (algo muy probable en una persona de 78 años de edad y con un preinfarto como antecedente); además, ¿cómo diablos se suponía que lo iba a mantener? ¿Con el sueldo de empleada doméstica? ¡Imposible!
El viernes de la misma semana que había decidido abortar, pidió permiso a sus patrones para ir al médico. Les dijo que necesitaba hacerse un chequeo general porque se sentía indispuesta. Técnicamente no les había mentido del todo, porque si bien era cierto que no se iba a hacer un chequeo, al menos si iba donde un médico (uno ilegal, claro, pero médico al fin).
Una amiga suya, que había tenido el mismo “problemita”, le había dado la dirección de una clínica clandestina donde se practicaban abortos.
Llevaba el dinero equivalente a cuatro meses de trabajo para poder pagar el aborto, pero si se liberaba del problema, bien valdría la pena.
Llegó a las diez de la mañana y tuvo que esperar cuatro horas y media para ser atendida; otras tres mujeres habían llegado antes.
Cuando al fin le tocó su turno, tuvo que acompañar a una displicente enfermera que se aseguró de pedirle primero el dinero acordado. Una vez que Marta canceló el “servicio” que se le iba a proporcionar, fue trasladada a una especie de sala de operaciones pequeña. Allí había una camilla con dos soportes —bastante separados el uno del otro— para colocar las piernas.
La enfermera le indicó que se desvistiera y se pusiera la horrible bata blanca que le entregó.
Cinco minutos después, Marta salió con la bata puesta del vestidor improvisado que consistía en una sucia cortina corrediza que se desplazaba sobre una barra metálica colocada en un rincón de la habitación.
Se acostó sobre la camilla provista de una sola manta —la misma que estaba manchada de tres o cuatro gotas de sangre––, colocando una pierna en cada soporte.
Sentía cargo de conciencia por lo que iba a hacer pero ya no podía arrepentirse; el médico ya había comenzado a meter una pinza en su interior; podía sentir el frío aparato introduciéndosele por la vagina.
Sólo la habían anestesiado de manera parcial, por lo que pudo estar conciente durante todo el proceso que duró alrededor de una hora y media.
Cuando le indicaron que la operación ya había terminado y ya podía vestirse, cedió al impulso de ver hacia la mesa de operaciones.
Tuvo que apoyarse de uno de los soportes de la camilla para no caerse. Lo que vio la dejó aterrada. Al lado de la bandeja metálica donde se encontraban los múltiples instrumentos para realizar el aborto, había otra que contenía los restos del que pudo haber sido su bebé; las vísceras y los pedazos diminutos de huesos y piel se podían apreciar en medio de la sangre y los residuos de placenta. Creyó que iba a vomitar, pero logró contenerse.


Todo el trayecto de regreso a su casa constituyó una cruel tortura para Marta: en cualquier dirección que miraba, creía ver madres amorosas que protegían a sus bebés contra su pecho mientras les susurraban palabras de cariño al oído.
Al advertir que esos pequeños seres indefensos les sonrían a sus progenitoras únicamente por el hecho de estar vivos, Marta no pudo reprimir por más tiempo su dolor; gruesas lágrimas saladas le abrasaron la piel en su recorrido hasta su temblorosa quijada.
Los bebés de todas esas mujeres estaban completos y no mutilados como el suyo.


Cuando llegó a su vivienda eran las cinco y cuarenta de la tarde. Estaba bastante cansada por todo lo sucedido; se acostó y no se levantó sino hasta las ocho de la noche, hora a la que llegaba normalmente su tía.
—¿Por qué no comiste nada, hijita? ––le preguntó de pronto una voz con tono de reproche. A Marta le costó discernir si era real o parte de un sueño—. ¿No viste la olla de sopa que te dejé sobre el quemador de la cocina?
––Sí, tía, sí la vi ––contestó Marta todavía con sueño––, lo que pasa es que estaba muy cansada y me acosté para descansar un rato pero me quedé dormida.
––Me preocupas, Marta. Últimamente te veo muy preocupada y bastante cansada... Además tienes unas horribles ojeras.
––No es nada –dijo Marta––, no se preocupe. Ya se me pasará.
Sin embargo, Doña Claudia, que conocía muy bien su sobrina, sospechaba que algo serio le estaba ocurriendo.
“Dios, que no esté en malos pasos esta muchacha”, pensó.
El sábado por la mañana, mientras desayunaban pan de hace una semana con agua de panela, Doña Claudia le contó a Marta lo que le había sucedido el día anterior a la hija de unos vecinos del barrio.
––Así que la Laurita, si sabes de quien te hablo, ¿no? —Doña Claudia interrumpió su relato para asegurarse de que su sobrina estaba entendiendo.
—Sí, tía, la conozco ––dijo Marta—. Laura, la hija de doña Rosario y el mecánico que tiene su taller en la esquina.
––Esa mismo, hijita.
––¿Y qué le pasó?
––Su padre se enteró de que estaba embarazada y le metió tal paliza que fue a parar al hospital. Doña Rosario armó un alboroto para que los vecinos la ayudaran a detener a su esposo, pero como el hombre estaba fuera de sí, no lo lograron y tuvieron que llamar a la policía.
––¿Y luego?
––Bueno, luego… ––Doña Claudia cambió a una mejor postura en la silla y a continuación prosiguió con la historia—, luego la policía llegó, arrestaron a Manuel, el mecánico, y llamaron a una ambulancia para que se llevara a la Laurita al hospital.
––¿Y cómo está Laura? —preguntó Marta, más por curiosidad que por otra cosa. Ella y Laura no se llevaban muy bien, por lo que el bienestar de su vecina no le preocupaba realmente.
––Ya está un poco mejor… Gracias a Dios no perdió al bebé…
El bebé… Ese momento Marta se acordó de nuevo de la bandeja metálica con los restos de su hijo.
––¿Te pasa algo, hijita?
––No… no me pasa nada tía.
––¿Segura? De un momento a otro te pusiste muy pálida… parecía que te ibas a desmayar. ––Doña Claudia puso una mano sobre la frente de Marta para comprobar si su palidez se debía a una alta temperatura.
––Lo que pasa es que tengo dolor de estómago y, bueno, ya sabe usted que a mí eso me coge bien fuerte —dijo sonrojándose.
––¿Y que opinas de lo que te conté?
—¿Y no hubiera sido mejor que Laura abortara para que todo volviera a la normalidad? ––preguntó Marta con fingida inocencia.
Doña Claudia miró con asombro a su sobrina y se persignó.
––¿Te das cuenta de lo que estás diciendo? ¿Cómo puedes pensar que la solución para los problemas de esa familia sea la muerte de un niño que no tiene la culpa de nada? Ojalá Dios no te castigué por pensar de esa forma.
“¿Dios podría castigarme por haber dicho eso? —se preguntó Marta sintiéndose un monstruo—, ¿entonces que me espera por haber hecho lo que hice?”.
Cuando ella y su tía terminaron de desayunar, Marta lavó los platos y luego se fue a la cama.
Doña Claudia le pidió que la acompañara al Centro de la ciudad para vender sus caramelos y chocolates, pero Marta se negó diciendo que todavía le dolía mucho el estómago y la cabeza.
––Descansa, entonces ––dijo su tía––, ojalá te mejores rápido. Nos vemos en la noche.
Marta se quedó sumida en una depresión que iba en aumento. Una y otra vez se reprochaba por haber permitido que cercenaran a su hijo.
––Pude haberlo tenido ––se decía incesantemente—; me hubiera tocado trabajar muy duro para sacarlo adelante, pero… pero pude haberlo tenido… ¿Por qué?, ¿por qué lo maté? ––Mordía con furia la raída almohada mientras pensaba cual sería su castigo en el infierno por lo que había hecho.
Pensó seriamente en la posibilidad de suicidarse pero no se atrevió a hacerlo, no porque lo considerara un terrible pecado (al menos no tan terrible comparado con el hecho de haber abortado), sino porque no tuvo el valor.


Su tía regresó a las 18.45, y por su semblante, Marta supo que algo malo le había ocurrido.
––Me… me robaron ––dijo nerviosa doña Claudia.
––¿Pe-pero cómo? ––preguntó Marta preocupada.
––Cuando ya venía de regreso a eso de las cinco y media, (ya cerca de la parada de buses), dos muchachos pasaron corriendo y me empujaron, instintivamente y sin saber muy bien por qué, me llevé la mano al bolsillo de mi delantal y… y el dinero ya no estaba.
––¿Pero no gritó que le habían robado?
––Eso mismo hice pero ya no los pudieron agarrar y… y se fueron con todo el dinero. ¡Ay, Dios mío!, ¿y ahora qué vamos a hacer?… ––Doña Claudia parecía que iba a llorar de un momento a otro. Tenía los ojos vidriosos.
––Bueno, tranquila, tía. Ya veremos cómo nos las arreglamos.
Esa frase de falso optimismo no se la creía ni ella misma, pero era preciso decir algo para calmar a su tía. Ya sin el robo, Marta tenía bastante para sentirse deprimida y agobiada.


Al día siguiente Marta no pudo levantarse de la cama por más que lo intentó. Tenía la sensación de que sus brazos y piernas ya no le pertenecían.
––Estoy muy preocupada por tu salud, hijita ––dijo doña Claudia a su sobrina cuando ésta salió del baño––. Te veo muy demacrada y temblorosa.
––Ya le dije que no se preocupe más por mi salud, tía. Sólo necesitó descansar.
––Eso mismo dijiste ayer, Marta ––le recordó doña Claudia––, pero en lugar de recuperarte, estás peor.
Marta no dijo nada. Ya no se le ocurría que más inventar para convencer a su tía de que ella no estaba enferma.


Todo el día Marta tuvo que sobrellevar un dolor de cabeza muy fuerte que sólo desaparecía durante tres o cuatro minutos cada hora para luego volver con más fuerza.
Las únicas veces que se levantó de la cama fueron para ir al baño y eso le exigía un gran esfuerzo de su parte. Cada vez que se ponía de pie, las piernas se le doblaban, y tenía que apoyarse en algo para no caer.
Al llegar la noche, Marta tenía una fiebre muy alta.
Varias veces su tía sintió el impulso de llevar un médico a la casa pero sabía que no podía darse ese lujo. Un médico a domicilio costaba un ojo de la cara.
Llevarla al centro médico gratuito que se encontraba a tres cuadras tampoco era factible. Los médicos y enfermeras estaban en huelga porque el gobierno no les pagaba lo que les debía, por lo que solo atendían los casos que a su juicio eran graves, y cómo doña Claudia muy bien sabía, la persona que requería atención en tales casos tenía que estar casi desahuciada para que la consideran un caso de emergencia.
Lo único que podía hacer para ayudar a su sobrina era ponerle paños de agua fría sobre la frente y ayudarla a ir al baño.


Aunque Doña Claudia se caracterizaba por ser una mujer muy resistente al agotamiento, se quedó dormida en la silla que había colocado junto a la cama de su sobrina para cuidarla. La tensión provocada por el robo de su dinero el día anterior, sumada a la debilidad propia de la vejez, habían causado que su cuerpo no soportara más.
Marta, al ver que su tía reposaba tranquila sobre la silla, prefirió no despertarla para que la ayudara ir al baño por sexta vez en la noche, por lo que se levantó de la cama como pudo y fue sola al baño.
Levantó la tapa del inodoro y vomitó. Vomitó tanto que creyó el pecho se le iba a reventar de un momento a otro.
Luego, adolorida, volvió a la cama.


Entre dormida y despierta, Marta estiró el brazo derecho sobre la almohada, sin embargo, a penas lo hubo puesto ahí, lo retiró de inmediato. Había tocado algo húmedo y resbaloso. Algo que tenía una desagradable textura correosa.
Asustada, activó el interruptor de la luz pero pronto comprendió que no debió hacerlo.
Sobre la almohada se encontraba una gran mancha de sangre, y sobre ésta, restos de cartílagos, huesos, piel y pedazos pequeños de intestinos entrelazados entre sí.
Marta, que trató de convencerse de que sólo se trataba de una horrible pesadilla, cerró los ojos con todas sus fuerzas. Sin embargo, cuando los abrió de nuevo, la escena siguió siendo la misma.
Desesperada, trató de despertar a su tía sacudiéndola, y tras insistir por al menos unos treinta segundos (lo que a Marta le pareció una eternidad dado lo traumática de la situación), su tía por fin abrió los ojos.
Marta la abrazó con verdadero terror mientras le gritaba que la ayude, pero en lugar de devolverle el abrazo y reconfortarla como se suponía que debía hacerlo, su tía le dio un empujón tan fuerte que la lanzó con fuerza inusitada contra la pared.
Eso hizo que el intenso miedo que hasta entonces había sentido, se convirtiera en un pánico absoluto.
Los labios le temblaban, las piernas apenas le respondían y tenía los ojos llenos de lágrimas.
––T-tía, ¿qué… qué pasa? ––preguntó Marta con una voz apenas audible.
––¡Tú, maldita, me mataste! ––gritó con intenso odio una potente voz gutural que provenía de la garganta de su tía.
Marta, en un intento desesperado por despertar de lo que ella creía un cruel y tenebroso sueño, se golpeó la cabeza contra la pared de tal manera que las cosas que se encontraban sobre su pequeña y apolillada cómoda, comenzaron a moverse hasta caer al suelo.
––¡Esto no es un sueño, mamá! ¡No vas a despertar aunque te rompas el cráneo! ––vociferó la voz que se había apoderado de su tía.
––¡Déjame en paz! —suplicó Marta arrodillándose ante esa extraña presencia que había tomado el cuerpo de la anciana––. ¡Basta ya!
––Está bien… ––dijo la voz ahora un poco más calmada—, voy a hacer que el terror que estás sintiendo acabe, MAMÁ…
Marta chilló hasta que casi se le destrozaron las cuerdas vocales cuando su tía, o mejor dicho, lo que había tomado el cuerpo de su tía, se levantó de la silla y fue hacia ella.
Quiso correr hacia la desvencijada puerta metálica de la entrada y escapar pero los músculos no le obedecían.
Pronto su tía llegó hasta ella y le tomó el brazo. Tenía la mano helada y cuando abrió la boca para decirle algo, Marta pudo percibir un fétido aliento a sangre, gasas y alcohol antiséptico. El mismo olor a muerte y aborto que había olido después de haber permitido que asesinaran a su hijo.
––¡Vuelve a introducirme dentro de ti, mamá! ¡Déjame nacer! ¡DÉJAME NACER! ––La enérgica sonoridad de la voz le taladró el cerebro.
Sin esperar a que Marta dijera algo, el cuerpo poseído de su tía la arrojó sobre la cama, y sujetándole por la nuca, la obligó a colocar el rostro sobre los despojos humanos que alguna vez constituyeron un pequeño feto.
Marta gemía de dolor, de miedo y de asco, pero eso no detuvo al espíritu vengativo que valiéndose del cuerpo de la anciana, la forzó una y otra vez a restregar su cara contra la sangre y los despedazados intestinos.
—¡Introdúceme de nuevo a tu cuerpo, mamá! ¡Trágame!, ¡trágame! —rugió el ser que ahora trataba de abrir con salvaje furia la mandíbula de Marta.
Finalmente, después de un persistente esfuerzo, lo logró.
––¡NOOOOO! ¡POR FAVOR, NOOOO! —suplicaba Marta despavorida mientras aquella versión sádica y perversa de su hijo le introducía a la boca los maltrechos trozos de piel, huesos e intestinos que se encontraban sobre la almohada.
Al día siguiente, Marta fue encontrada muerta con una expresión que parecía de asco y de inmenso terror al mismo tiempo.



EXTRACTO DEL INFORME FORENSE DE MARTA MONTENEGRO PUBLICADO EN UN DIARIO DE LA CAPITAL:


Cuando se hicieron las pertinentes investigaciones, se descubrió que Marta Montenegro había muerto debido a un infarto fulminante. Ninguna otra causa aparente explicaba su muerte, ya que salvo la expresión de pánico en su rostro, no se encontró nada significativo.

“No sabemos qué, pero tuvo que ser algo verdaderamente traumático (la expresión de su rostro así lo demuestra) lo que la asustó tanto como para provocarle un paro cardiaco —comentó uno de los forenses encargados de efectuar las investigaciones—. Era una muchacha de apenas diecisiete años y este tipo de afección no es muy común en gente tan joven”.

“No estamos muy seguros de que tenga que ver algo con la muerte de la chica —informó otro de los forenses a cargo—, pero en la almohada de la cama en la que dormía Marta Montenegro, había una mancha de sangre de tamaño considerable (la cual comprobamos mediante análisis de laboratorio, no era la suya ni la de su tía); además se podía percibir un fuerte olor a gasas y alcohol antiséptico en el ambiente”.


Doña Claudia murió poco tiempo después del impresionante suceso.
Nunca llegó a saber qué había aterrorizado tanto a su sobrina como para matarla literalmente de miedo.












































Texto agregado el 31-03-2005, y leído por 6910 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
16-06-2006 TE FALTA PROSA PERO NO REALISMO NI IMAGINACIÓN, SIGUE ADELANTE, LLEGARÁS LEJOS. AVEFENIXAZUL
12-12-2005 llore y llore ojala mi bebito pudiera gritar tragame tragame. borderline
23-10-2005 algo exagerada y muy larga esta historia, pero a la vez real Desireca
 
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