Había insistido tanto en que no lo haga, creí haberla convencido pero todo fue en vano. Estaba tendida en el piso en medio de un charco de sangre que crecía sin medida, doce metros arriba yo, desesperado por ese maldito estruendo del impacto que no dejaba de sonar en mis oídos. La vi tirarse. Se soltó como cuando uno cae rendido en la cama, sin gritar, sin cambiar aquella mirada. Ni siquiera me dio tiempo de acercarme, estaba en el umbral de aquella ventana sentada, mirando el piso, había llorado, su cabello colgaba y casi le cubría el rostro. Me asustó su imagen. De pronto comenzó a hablar, mirando el piso, sin esperar conversar, recordó su infancia, tan marcada por la muerte, en menos de tres años casi toda su familia había desaparecido, su mamá murió de cáncer, sus dos hermanos en un accidente y a su padre lo encontraron pudriéndose en un tacho de basura. Recordó su exagerada soledad, sus amigos secretos, que ya no estaban con ella, sus muñecas tan vivas, tan muertas. Sólo hablaba. No me hizo caso cuando por enésima vez había intentado calmarla. Hablaba de esa su infancia funesta, lúgubre, ningún recuerdo siquiera simpático, ese tono continuo y pasmoso con el que hablaba, palabra tras palabra, sílaba tras sílaba, le daba un ritmo escalofriante a sus sórdidos recuerdos. De pronto, se calló. Levantó la mirada, me vio con odio, con una mirada profunda, desde adentro, agachando el rostro, cerrando algo los ojos, mordiéndose los dientes. En ese momento pensé que se venía contra mí, parecía que me atacaba pero no, se tiró para atrás, sin gritar, sin cambiar aquella mirada.
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