Fassani sabía que no tenía ninguna posibilidad de ganar. El grandulón de Martínez, si bien era un muchacho tranquilo y absolutamente ajeno a las reyertas, lo superaba con largueza en envergadura. Ambos cursaban los primeros años de la secundaria y vaya a saber uno cual fue el motivo por el cual el italianito de grandes dientes y rostro pecoso, se transformó de pronto en un gallito de pelea, apretó sus puños y se juramentó vengar la afrenta. En mucho influyeron los compañeros quienes, frotándose sus manos, azuzaban a Fassani para que pusiera su honor a buen resguardo. Martínez sólo movía su cabeza en un gesto de no entender absolutamente nada, percatándose de las intenciones de esos traviesos chicos y mirando con un dejo de pena a su presunto contrincante. En medio del alborozo del curso, se fijó la hora en que se ajustarían cuentas. Se acordó que el desigual combate se libraría después de la última hora de clases en el patio trasero, lugar desolado que sólo servía como cementerio de muebles y portafolios en desuso y para arrumbar sillas y mesas con desperfectos.
Durante la clase de música, fueron muy pocos los chicos que prestaron atención a las armonías, Pavez se equivocó vergonzosamente con el autor de El Lago de los Cisnes y se lo atribuyó a Beethoven, logrando con ello que la profesora le hiciera escribir cien veces en su cuaderno el nombre del verdadero creador. Se percibía en la sala un ambiente de jolgorio y acaso los únicos que sufrían realmente por el futuro desenlace eran Fassani, acodado en su escritorio mordisqueándose sus uñas, mientras sus ojos se clavaban furiosos en su contendor y Martínez que, pensativo y tristón, planeaba acaso un armisticio de última hora que impidiera la fatal masacre. Faltando diez minutos para el término de la clase, se entonó el himno nacional, preparándose el curso para el acto de fiestas patrias que ya estaba ad portas y los muchachos casi se desgañitaron en su interpretación, ya que lo asociaron al preludio de una entretenida tarde de boxeo.
La profesora se retiró con el libro de clases bajo el brazo y detrás de ella salieron los alumnos para bifurcar sus pasos hacia el escenario del pugilato. El italianito iba rodeado de varios de sus cercanos mientras Martínez caminaba solitario más atrás con cierto desgano en sus cansinos pasos de oso. Una ruma de escritorios les franqueó el paso a los cerca de treinta muchachos expectantes y nerviosos, quienes comenzaron a formar un amplio círculo alrededor de lo que sería el intangible cuadrilátero. Pérez le daba las últimas instrucciones a un crispado Fassani que lanzaba combos al aire como si fuese un avezado boxeador. Su oponente parecía un espectador más, pero un espectador desganado que contemplaba con pena la desigual batalla desde su desolado rincón. Valenzuela, que era el locutor del curso, las ofició esta vez de presentador en medio de las risas destempladas y fuera de control de los tensos muchachos quienes comenzaron a azuzar al más débil, quien parecía echar espuma por su boca producto de la sobreproducción de adrenalina. Un tarro de leche vacío y un pedazo de fierro fueron utilizados como improvisado gong. Todo estaba listo. Los contendores se colocaron en cada esquina y al toque del tarro, Fassani se arrojó furioso sobre Martínez, quien sólo se comenzó a defender de la andanada de golpes que ni siquiera lograban remecerlo.
-No seas tonto Fassani- le dijo el grandulón al enceguecido italianito. –Yo no quiero pelear, no quiero hacerte daño.
-¡Pelea cobarde!- le bramó su rival, quien jadeaba y golpeaba a esa mole sin ningún resultado. Los chicos comenzaron a corear el nombre de Fassani, quien acicateado por el nutrido respaldo, redobló sus esfuerzos, arrojando mamporros a diestra y siniestra. Martínez sólo se cubría con sus enormes manazas y se encogía de hombros denotando con ello la inutilidad de esta situación. La pelea se tornó unilateral, con el italianito golpeando al grandote como si este fuese un puchimbol inconmovible y la barra estrechando el círculo para tratar de participar de los jadeos del osado italianito.
-¡Me rindo, me rindo pero acabemos con esto de una vez!- exclamó Martínez ya cansado de detener lo que para el eran simples manotazos de gato.
-¡Defiéndete papanatas!- le gritó desde abajo Fassani con su rostro enrojecido y sudoroso.
La expresión, pese a provenir de la garganta exhausta de un jadeante petiso, tuvo el sortilegio de tocar alguna fibra delicada en el granítico organismo del gigantón. Su musculoso brazo se contrajo con la instantaneidad del rayo y apretando su mano, que empuñada era del tamaño de un melón tuna y aún con evidente desgano en su mirada, salió disparada hacia un blanco muy preciso. Fue un golpe seco que dio de lleno en el descubierto rostro de Fassani. Seguramente su firmamento se oscureció de improviso para dar lugar a las más bellas y luminosas constelaciones. Lo cierto es que el italianito, embobado con esa visión, retrocedió dos pasos y fue a caer en brazos de su parcialidad. La sangre que escapó de sus narices buscó de inmediato los cauces más propicios, embadurnando su rostro contraido. Aún así, atontado como estaba, intentó contraatacar pero esta vez fueron sus compañeros quienes lo contuvieron. Martínez, entretanto, se dio media vuelta y se alejó con sus pasos de oso de aquel lugar que desde entonces fue para el de muy mal recuerdo.
Al día siguiente, el rostro de Fassani lucía tumefacto pero, extreñamente, su pecho también parecía inflamado por el orgullo. Desde un asiento contiguo, Martínez le hizo un guiño amistoso. El italianito le respondió el gesto con algunas musarañas y ambos lanzaron a la vez estridentes carcajadas que alertaron de sobremanera a la maestra de matemáticas…
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