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Cansado ya de tantas tareas inútiles, se entregó con alegría al placer del descanso sin límites. Mientras dormitaba, sus ensueños lo convencieron de salir a buscar aventuras y, al parecer, así lo hizo.
Por varias horas su patrón lo llamó con desesperación, esperando despertarlo de algún sueño, pero nada consiguió.
A millas de ahí, un caballo pastaba con toda la calma del mundo, al punto que de verlo daba sueño, pues dicho caballo, saciado ya de alimentos, puso se a caminar distraído, pero a los pocos minutos se topó con una jovencita que estaba bastante cansada por haber trabajado toda la noche anterior, bordando su no muy bello vestido.
La madre de la jovencita dormía a pierna suelta, aún a esas horas de la tarde, despreocupada, porque le había encargado el trabajo a su hija. Su esposo se hallaba en Madrid, tramitando asuntos laborales que, con suerte, le conseguirían una buena pensión sin haber trabajado para obtenerla.
En Madrid, se vivía un alboroto causado por la extraña y simultanea avería de gran cantidad de vehículos motorizados, cuya única relación era el haber sido reparados por el mismo mecánico, quien comía a sus anchas en un restorán del centro, gracias a las ganancias obtenidas por la estafa de las reparaciones.
Un delicioso costillar de cerdo era devorado con avidez por el mecánico, ignorando que cierta mujer, algo madura, lo miraba, no con muy buenas intenciones. Ya hacía meses que le tenía puesto el ojo, pero no se atrevía a hablarle, por lo demás no tenía tiempo; siempre estaba cocinando, o durmiendo.
Fue entonces cuando un perro pulgoso y feo, además de flaco y maloliente, tomó con velocidad increíble lo que quedaba del costillar y se marchó a todo dar a el callejón de junto para saciar su hambre y, posteriormente, dormir con el estomago lleno.
¡BANG!, se escucho en el callejón. El perro corrió espantado sin ver la dirección en la que escapaba y se dio en el hocico con un distraído ciclista quien intentaba deshacerse del sopor provocado por una tarde calurosa.
Después del griterío, que mucho no duró, tomó su bicicleta y se marchó, intentando equilibrarse, cosa que le costaba bastante. Muy fea la bicicleta, pero funcional, así la defendía el tipo cuando lo molestaban, cosa que rara vez sucedía, ya que generalmente estaba en su casa tomando una siesta por las tardes, que eran siempre calurosas, o al mesón eso decía él.
Unas cuantas calles más abajo, cierta mujer se enorgullecía de su vestido, muy elaborado, que, por supuesto, fue mandado a hacer a París, ya que ella no sabía ni enhebrar una mísera aguja. Muy hermoso el vestido por cierto, mas, que dama más horrenda, se veía como recién despertando, con la cara sucia, sin pintar, cabello desordenado y con ojeras que la hacían parecer fantasma.
A todo esto, cierto incauto que paseaba por allí, tomó la pésima decisión de hacer a la mujer notar, el desastroso aspecto que tenía; después de una memorable algarabía, el tipo se alejó arrepentidísimo, pensando en jamás volver a opinar sobre el aspecto de una mujer.
Paso tras paso, comenzó a llegar la noche, y con ella las estrellas que él gustaba tanto de observar, cuando no dormía, claro está. Entonces, caminando por las oscuras calles de Madrid, le llegó el siempre oportuno sueño, se apresuro, tanto como le permitieron sus pasos; por fin en casa, se recostó en el primer sillón que encontró, y se quedó profundamente dormido.

Texto agregado el 31-03-2005, y leído por 105 visitantes. (1 voto)


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