Las personas a lo largo de nuestras vidas atesoramos cosas, a las cuales les brindamos un cariño especial o le atribuimos más valor del que realmente tienen, un libro, un carro, una casa, un juguete, una joya, cualquier objeto puede motivar sentimientos poco razonables; pero nada de lo que conocemos se parece al Teleprom.
Ática, el mundo imaginario de este cuento, sería idéntico al nuestro, de no ser que a todos al nacer se les asigna un Teleprom. El dichoso aparato es algo pequeño; cabe en la palma de la mano de un adulto; es macizo como el hierro; tiene colores diversos e intercambiables y ningún uso práctico. Los pobladores de Ática creen fervientemente que el objeto es parte importantísima de su identidad, sin aquél ellos perderían gran parte de su personalidad.
Cuando bebés las madres siempre procuran que el Teleprom esté cerca de sus hijos, cuidan al objeto como si fuera una parte física de sus niños, yo diría que, a veces, le prodigan más atención al artefacto que a su dueño. Al crecer lo primero que se le enseña al niño es custodiar su Teleprom, gran parte del sistema educacional está basado en el cuidado del objeto esencial. Incluso el Estado se encarga de estos procesos cuando el menor es abandonado por sus padres.
Sabiendo la importancia del Teleprom, podemos comprender la tragedia que vivió Marcus; un hombre de unos treinta años, con un estresante trabajo, un pequeño departamento en el centro de la ciudad, un coche viejo y una novia muy linda, pero nada espectacular. Aquella noche Marcus llegó a su casa después de un día ajetreado en la oficina, dejó el maletín en el suelo y el saco en el perchero, como era su rutina; casi al instante revisó el bolsillo derecho de la chaqueta gris, lugar habitual donde guardaba su Teleprom, no lo halló; una sensación inicial de inquietud lo recorrió y con el paso de los minutos el terror se apoderó de su conciencia.
Dónde lo habría dejado, puso la casa de cabeza, pero no lo encontró. Tal vez lo dejé en la oficina, pensó, así que salió en su destartalado automóvil rumbo a su lugar de trabajo, a esas horas no habría nadie más que el vigilante, por lo que no tendría que dar vergonzosas explicaciones. Llegó, inspeccionó cada rincón y no localizó lo que buscaba, la desesperación se hacia más grande con cada instante. Su mente trató de reproducir todas las posibilidades, se concentró en memorar cada minuto del día a fin de saber el momento exacto del desastre. Es imposible que haya extraviado mi Teleprom, pensó como si se tratara de una revelación, todos sus movimientos durante el día estaban calculados para no perderlo, en la mañana lo sacaba de la funda de la almohada, que era donde lo guardaba en la noche, luego lo ponía en el bolsillo del saco que usaría ese día y cada dos horas metía la mano para asegurarse que seguía ahí, finalmente, hacía una última inspección al llegar a casa, tal como lo hizo hoy; entonces alguien debió robarlo entre las dos últimas revisiones, es decir, lo tomaron de su chaqueta cuando se encontraba en la oficina y el recién se dio cuenta al llegar a su departamento. Pero quién pudo ser el causante de tal infamia, sólo un demente podría actuar de esa manera, nunca había oído algo parecido, o sería que nadie informaba de esa clase de robos por la vergüenza que significaba para la víctima, haber sido despojado de algo tan valioso. Mientras trataba de alejar los aciagos pensamientos de su mente, salió del edificio.
Dio vueltas y vueltas por la ciudad, con las manos en el volante, perturbado por la inminente desventura, trató de hallar con toda su inteligencia una solución al problema. ¿Qué hacer? Sería difícil esconder su desgracia por mucho tiempo, en Ática la gente se saludaba diciendo: “Buenos días. Cuida tu Teleprom”; tu mamá llama y dice: “¿Cómo estas hijo? ¿Cómo esta tu Teleprom?”; además están todo el día enseñándolos y comparándolos. Estaba perdido. En esos momentos su razón le dio un atisbo de esperanza, recordó que tenía un arma en la guantera del auto, la había comprado para defenderse, la ciudad era muy peligrosa; pero ahora ese mortal pedazo de metal podría ser la respuesta.
Se estacionó en una oscura calle, pasó algún tiempo hasta que observó a un hombre acercarse, bajó del auto y le apuntó con el arma.
Dame tu Teleprom o te disparo- le dijo con la voz firme.
No, por favor no me dispare, no le puedo dar mi Teleprom, sería como morir, por amor a Dios no lo haga- le respondió en tono de ruego el hombre.
Marcus seguía apuntándole. Matarlo y quitarle el objeto deseado, le pasó fugazmente por la cabeza; pero la mano no le respondía y le empezó a temblar. El tipo lloraba como si fuera un niño pequeño. Bajó la pistola subió al coche habiendo desistido de su propósito. Al doblar la esquina pensó en darle un uso más efectivo al arma para resolver su carencia.
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