UN RENCOR VIVO
El día anterior lo había visto en un bar asunceno, los ojos inyectados de sangre, la mirada extraviada en algún rincón invisible de la sala, una botella de whisky vacía en el centro de la mesa. En medio de la sórdida noche de verano apuraba el vaso sin verme, apretado el cigarrillo entre los dedos de la otra mano, ciego a la hermética ironía del destino. El calor volvía gelatinoso el interior del bar, que tenía todas sus mesas ocupadas. La música tropical llenaba de euforia a los parroquianos. Sentado frente a la barra, en otra sala distinta a la que él ocupaba, yo lo miraba con desdén y recordaba el puño trémulo que tantas veces había aureolado de moretones los ojos de mamá, la cólera sin nombre de la que había que correr, esconderse. Hacía mucho tiempo que no lo veía en Asunción, pero seguía odiándolo secreta y calladamente, imaginándolo sufrir en su cuchitril guaireño, inventándolo aborrecible, con el rencor vivificante de los personajes de la tragedia clásica que no pueden vivir sin sus antagonistas, urdiendo una y otra vez los pormenores de la infamia que los arroja al desprecio. Sin embargo, no lo odiaba como para arrojarme sobre él y rebelarme ante su cuerpo. Mi rebelión era el locuaz lenguaje de la indiferencia ante todo su ser. Un lenguaje concentrado y ácido que me mantenía vivo.
A mi lado estaba Pablo, absorto en un intenso monólogo sobre la mujer que trabajaba de asistente en el consultorio odontológico que tenía en Luque. El barman lo miraba con interés, con una media sonrisa cómplice que parecía aprobar sus elucubraciones. Pablo no conocía al hombre solitario y borracho que dibujaba con el dedo misterios indescifrables en la mesa, mientras la música ponía a bailar a una mujer entre los machos lujuriosos que poblaban el bar, que soñaban habitar sus caderas aquella misma noche. Sin llegar a revelarle la identidad de aquel hombre precozmente calvo, vencido por la bebida y consumido por la soledad, lo convencí de que fuéramos a otro lugar, cansado yo del espectáculo de la cercanía y la lejanía ocupando un mismo recinto.
Ya sentados a la mesa de otro bar, el dolor de la muela volvió a torturarme como si del síntoma de una enfermedad metafísica se tratara. Hacía varios días que el dolor me atacaba en los momentos menos propicios, si es que existen momentos propicios para el dolor. Pablo me dijo, casi balbuceando por el efecto del alcohol, que fuera al día siguiente bien temprano a su consultorio para que me curara el diente. Dos horas más tarde estaba de vuelta a casa, en Luque, esa ciudad que siempre reclamó por lo bajo, pero con dientes apretados, su simbólica independencia de la capital y acaso la haya conseguido. Pasada la media noche, sus calles desiertas parecían remitirme a otro tiempo, a un tiempo donde el dolor y la tristeza eran más sólidos y cubrían mi vida con un cono de sombra implacable. Aquella noche, la imagen del hombre en el bar era un pequeño tumor que no crecía pero que tampoco dejaba de amenazar con su serena malignidad. Antes de acostarme, la palabra “padre” resonaba en las ruinosas galerías de mi cerebro como un tornillo extraviado en las entrañas de un piano de John Cage.
Al otro día, me levanté a las ocho de la mañana. Los primeros compases de un concierto para piano y orquesta de Tchaikovsky sonaban arduos en el equipo de sonido, programado para despertarme. Aquella música triste me llegaba al oído como del fondo de un abismo tendido entre el sueño y la vigilia, me acechaba con el afán del arte más inasible de todos. La muela cariada comenzaba de nuevo su tarea de taladrar la vigilia, como lo había hecho la noche anterior y aun durante el sueño. El encuentro con la amarga porción de desgracia de mi historia también taladraba mi memoria, apenas despierta. Por la ventana entraban el aroma del jazmín, el canto unánime de los pájaros, el murmullo de una ciudad recién recobrada que pugnaba por abatir al piano lánguido del ruso. Otros sonidos llegaban desde el interior de la casa. La cerrada puerta de mi pieza no podía detener la fuerza de las voces de mamá y de Ignacio, que hablaban parados quizá frente a mi puerta. Él preguntó lo que quizá sabía de antemano y mamá respondió con su típica sorna matutina.
-¿A qué hora te vas a ir al supermercado?
-A las nueve, más o menos. Primero voy a ir a lo de mi hermana, a ver si me presta algo de plata. Sabés que no me alcanza con los bordados que vendo. Lo poco que me diste el mes pasado ya se convirtió en mierda. Más mierda tuya que mía, encima.
-¿Otra vez quejándote? Apenas despiertos y ya recriminándome porque no puedo darte más.
-No es una queja ni una recriminación, Ignacio, es un legítimo acto en defensa propia- dijo mamá con voz solemne pero pronto transformada en risa.
-Ah, sí. ¿Y eso te da el derecho de recordarme que me echaron del trabajo? Sabés lo mucho que me duele éso. Yo sólo preguntaba y vos como siempre respondés mal.
-Si no te gusta, entonces ponete a buscar trabajo en serio- dijo mamá, en un tono que mostraba las garras del reproche.
-¿Y por qué no le decís a tu hijo que trabaje, entonces? Con veintidós años imagino que le enseñaste a bordar por lo menos. O mejor: que venda en los colectivos esos cuentitos que escribe, según contás vos.
Era la frase preferida de Ignacio cuando buscaba matar dos pájaros de un tiro, fijar en sutiles anatemas a la madre consentida y al hijo haragán. Traté de escuchar lo que iba a responderle, pero se quedó repentinamente callada. Eso ocurría pocas veces. Casi siempre me defendía argumentando que su hijo sería un gran escritor y que no necesitaría trabajar como los demás para sobrevivir. Ignacio solía reírsele en la cara y mamá decía que ya vería cómo su hijo ganaría mucho dinero con sus novelas. Ella una vez encontró, cuando yo tenía diecisiete años, unos papeles en los que había escrito unos poemas. No recuerdo qué decían esos versos, pero los adivino torpes y triviales diez años después. Lo cierto es que mamá empezó a comprarme libros y a decir que yo sería escritor. Porque la verdad es que siempre quise serlo. Sin embargo, nunca abracé el oficio de la escritura como algo continuo, con la dinámica de un trabajo cuyas exigencias son diarias. Terminé escribiendo siempre para mí mismo borradores insomnes que no verían nunca la publicación. Por eso, entre lo que escribo y yo hay un grueso colchón que nos separa. Duermo sobre lo que escribo y no lo despierto más que para volver a dormirlo. De hecho, tardé cinco años en decidirme a relatar esta historia verídica, quizá un tanto simple o deliberadamente mínima, pero que fue tatuando mi memoria hasta el día en que la pluma halló acomodo entre mis dedos, hasta el día de hoy. Cinco años desde aquel encuentro con el hombre y lo que ocurrió a la mañana siguiente. Y al final no hago otra cosa que contarme ficciones somnolientas mil veces contadas en la mente pero que no aciertan con encontrar su cifra definitiva.
Apenas me levanté, fui hasta el espejo del ropero y miré las marcas que habían dejado en mis mejillas las arrugas de la sábana. Las concebí hijas de una heroica pelea con algún asaltante furtivo. Jamás había sido asaltado y la posibilidad de serlo latía en mí como el acto de coraje de un cobarde. La escritura también, en este mismo momento, parece ser el acto de coraje de un cobarde. Toda escritura nace de la falla que hay entre la valentía y la cobardía.
Abrí la boca y en el espejo vi la muela con un agujero que se iba precipitando hacia la encía. Ya te calmarás, pensé, ya dejarás de dolerme. Tomé una remera, me la puse y salí al pasillo que, caminando hacia el fondo de la casa, daba a un jardín y al baño. La puerta de la habitación de mamá estaba abierta y adentro no había nadie. El jardín estaba teñido por el color amarillento de la luz de un sol recién parido, luz que de a poco fue alargando su cordón umbilical con la noche hasta llegar a cortarlo. Nunca comprendí por qué mamá, cuando aún tenía el dinero de la herencia de sus padres, no había mandado construir un baño dentro de la casa y mantenía el achacoso baño del fondo. Tener un baño interior es el acta de fundación de una casa en trance de convertirse a la modernidad. Nosotros persistíamos en ese inveterado rudimento arquitectónico que ignoraba las señas modernas de las casas vecinas, cuya rígida geometría contemporánea guiñaba un ojo a las columnas coloniales de la mía, mostrándole lo muy atrás que había quedado la época en que la gente admiraba su preciosa antigüedad. En cambio, a mí la casa me hacía sentir más vivo, porque tocaba la dilatada presencia de mi infancia en los días de mi juventud y aún en los de mi adultez.
Cuando volví del baño, ya con el pelo peinado, los ojos limpios, el aliento oloroso a dentífrico pero con la muela cariada y sus puntadas de dolor, me encontré con Ignacio en el pasillo. Caminaba hacia mí, sin mirarme, pero después percibió mis pasos, levantó la mirada y me dijo, dos metros antes de cruzarnos:
-Tu mamá se levantó con mala onda ya otra vez. A ver si hacés algo para calmarla.
-Qué bien- contesté sin mirarlo, indiferente, y me dirigí a la cocina. No me fue difícil conjeturar que mi irónica aprobación de la “mala onda” de mamá obligaría a pensar a Ignacio en la previsible certeza de que no encontraría un cómplice en un hijo que no era suyo.
Ella estaba sentada frente a la mesa del comedor y revolvía el café con una mano, el primer cigarrillo entre los dedos de la otra. Una sonrisa trazaba en su rostro una expresión de resignado triunfo. Sobre la mesa había un periódico viejo que leía con poco interés, como acostumbraba a hacerlo todas las mañanas para alivianar de alguna manera los estertores infectos de la cafeína y la nicotina. Yago, nuestro gato, de un salto se posó sobre las hojas del diario. Al tiempo de espantarlo con un manotazo, mamá vio que yo entraba a la cocina.
-¿Arriba tan temprano?- me preguntó, mientras dejaba caer la colilla del cigarrillo en el cenicero.
-Tengo que ir al dentista. Anoche no dormí bien. Además tuve un encuentro indeseado con una persona que ambos consideramos indeseable.
Los ojos de mamá comprendieron a quien me refería. Prefirió obviar el tema. No quería procurarse conflictos pretéritos y los evadió con esa manera tan femenina de hacer caso omiso a los problemas por comodidad, por legítima comodidad. Me preguntó cuánto dinero necesitaba para hacer la consulta.
-No sé. Quince mil, veinte mil por ahí. Lo más probable es que tenga que hacerme un tratamiento de conducto.
Yago volvió al ataque, olisqueando el café caliente de mamá. Otra vez lo echó al piso y el gato empezó a maullar.
-Te preparo el desayuno y después te doy la plata- me dijo.
De la sala venía el sordo clamor de Ignacio que hablaba por teléfono y nos golpeaba con el temblor de su voz. Lo imaginaba dando alocados golpes de mano contra el aire al ritmo de las palabras groseras que pronunciaba. Al escucharlo, mamá dijo que él hablaba como un loro todo el día pero que no tenía un sólo guaraní para pagar la cuenta a fin de mes. Llevábamos dos meses sin pagar las facturas. Ignacio se justificaba, me contó, diciendo que lo hacía para encontrar trabajo, llamando a cuanta empresa de transporte se le ocurriera para ver si no había vacancias en algún puesto de conductor. Con las incontables “puta” y “mierda” que salen de su boca no va a conseguir trabajo ni de caficho, me dijo. Desde hace dos meses que vivimos de milagro, del ahorro que guardo bajo el colchón de mi cama, concluyó mamá. Ambos ahorramos algo bajo el colchón de nuestras respectivas camas, pensé.
Tras desayunarme, me cambié y me dispuse a salir. Mamá puso veinte mil guaraníes en mi mano, mientras Ignacio caminaba alrededor nuestro buscando el recipiente del azúcar para su taza de café, al tiempo de proferir maldiciones. Yo, sin embargo, sentía que la estaba robando. Era la plata que había cobrado por los bordados hechos en manteles con motivos religiosos, vendidos a la vieja de la esquina, devota insobornable de la iconografía católica. Tomé los billetes buscándole la cara, los ojos verdes, como para atisbar el mínimo gesto de contrariedad. Nada noté que evidenciara su oposición a mi pedido. En cambio, una sonrisa limpia y sosegada escrutó mi pequeña infamia, mientras Ignacio festejaba entre dientes haber encontrado por fin el azúcar, escondido detrás de las muchas latas de leche en polvo que había sobre la mesada, vacías por supuesto.
El consultorio de Pablo estaba a quince minutos de mi casa. Había que cruzar el centro de la ciudad de norte a sur y llegar hasta un edificio de dos pisos en cuya planta alta atendía de lunes a sábados. Al entrar, la asistente me saludó con un movimiento mecánico de la mano. Pablo me había dicho la noche anterior que se llamaba Gloria y que aún no le había puesto la mano encima, pero que pronto llegaría a hacerlo. Hoy sé que nunca llegó a ponérsela, porque poco tiempo después y sin mayores explicaciones, la mujer abandonó el trabajo y se fue a vivir a Ciudad del Este con un oscuro vendedor de seguros. Me preguntó mis nombres y apellidos completos, mi dirección y número de teléfono y los anotó en una ficha. Yo miraba mientras tanto sus senos apenas entrevistos entre los escotes de la blusa.
Una hilera de sillas y una pequeña mesa con revistas de moda y chismes de la farándula asuncena ocupaban la sala de espera. En la última silla estaba sentada una niña que miraba con atención el calendario puesto en la pared de enfrente. Reproducía un cuadro de Van Gogh, correspondiente al mes de febrero, y, por la expresión de su rostro, parecía preferir la figura arrugada del doctor Gachet a la acerada juventud de Pablo. Me senté a dos asientos de ella. Estaba seguro que había percibido mi presencia, pero no volvió la cabeza hacia mí para comprobarla. Parecía no interesarle más que el pictórico calendario y sus pinceladas alucinantes. Yo alternaba la mirada entre los apretados senos de Gloria, el retrato de Louis Armstrong -ídolo de Pablo- que estaba sobre la puerta de entrada y la sigilosa presencia de la niña.
Pasaron unos veinte minutos desde que llegué hasta que el paciente salió de la sala de consultas. Su mano presionaba un pañuelo en la mandíbula y a cada frase de Pablo respondía con un gesto afirmativo. Al verme, Pablo sonrió recordando quizá las cinco botellas de cerveza que habíamos bebido en el corto lapso de una hora.
-Pasá- dijo.
Le pregunté, señalando con la cabeza a la niña, por qué no entraba ella si había llegado antes que yo.
-Pasá vos- me ordenó.
La niña por primera vez volvió la cabeza hacia mí y me ofreció una bella sonrisa amarga. Su pelo enrulado, su piel morena, la blancura de sus dientes, me recordaron a la niña de la que, en segundo grado, estuve enamorado. Ambas tendrían la misma edad. De mi compañera de escuela no volví a saber jamás: la niña del consultorio venía a suplantarla años después, detenido mi amor en el tiempo.
Detrás de mí entró Gloria y entregó la ficha a Pablo. Él la miró seriamente a la cara y después de que ella saliera me guiñó un ojo cómplice. Ordenó que me recostara en el sillón y comenzó a hurgar en mi boca. A la par de hacerlo, no paraba de hablar y por momentos ponía mucho más interés en lo que contaba que en la muela cariada. Recordó la, según él, aborrecible música tropical que escuchamos en el primer bar la noche anterior. Estaba seguro de que lo habíamos abandonado por dicha música. Ignoraba la mancha, la nube negra que se había cernido sobre aquel establecimiento como un estigma de la muerte que sublevaba a mi ánimo. Me contó riendo lo muy bien que le iba últimamente en el negocio de vivir de los dientes descompuestos. Habló de las muchas mujeres hermosas que se sentaban justo dónde yo lo estaba, tendidas frente a él en un simulacro de auscultación erótica que ambos no ignoraban, según él. Sus largas y tupidas cejas se movieron rápidamente, de arriba abajo, cuando me habló de una adolescente que tenía un tatuaje en la parte baja del abdomen y que se lo mostraba a él con disimulado interés. Poco después de colocar la pasta en el agujero de la muela, me habló de la niña, de la que había visto sentada en la sala de espera, apacible y contemplativa. Me contó que había sido la primera en entrar a la sala, una hora antes que yo. El padre la había traído y dejado diciendo que volvería en media hora.
-Hasta ahora no volvió y han pasado casi dos horas.
Según Pablo, el padre de la niña poseía una amante, una mujer divorciada de unos treinta años, que vivía a siete cuadras del consultorio, en pleno centro luqueño. El hombre hacía cinco sábados que venía dejando a su hija en el consultorio para dirigirse raudamente a la casa de la mujer. Esto lo sabía Pablo por intermedio de una colega que trabajaba en el Centro de Salud, lugar donde también trabajaba de enfermera la amante. Podía imaginarme el frenético acto sexual que llevarían a cabo aquella mañana, a causa a brevedad del tiempo, en cualquier lugar de la casa: en una sala con pocos muebles antiguos, en una cocina con platos sucios, o simplemente en la todavía tibia cama matutina sin hacer. Todo esto, mientras la niña esperaba, por supuesto, con su pequeño silencio.
Después de contarme lo de la niña y su padre, Pablo terminó de trabajar la caries, de inmunizarla contra el dolor con más dolor. Yo permanecía callado imaginando la infinita soledad de la niña, su secreta y silenciosa amistad con el cuadro de Van Gogh. El mundo de los vivos no le importa, pensé. Sólo ella y el cuadro existen en la espera interminable. Pablo me dijo que volviera después de una semana. Me dio una leve palmada en el hombro y me recomendó que me fijara en el precioso tamaño de los pechos de Gloria. Sonreí. Me puse de pie y salí. Afuera la niña seguía sentada y una mujer que debió haber llegado después de mí se levantó para entrar a la sala. Dio dos pasos y de repente la miró a ella, luego a Pablo y el ritual comenzó de nuevo.
-Es el turno de la nena, ¿verdad doctor?- preguntó tímidamente la mujer.
-Pase nomás usted, señora- contestó Pablo, con una voz ahuecada a la cual yo no estaba acostumbrado.
-Muchas gracias, doctor- dijo, pensando que había sido privilegiada.
Al contrario de lo que había hecho hacía un rato, Gloria no entregó de inmediato a Pablo la ficha de la nueva paciente. Podría ser que ya Pablo la tenía entre las otras fichas si no era la primera vez que la señora acudía al consultorio. Sin embargo, vanidosamente interpreté su permanencia en la sala de esperas como una insinuación. Parecía querer mostrarme su delgada pero consistente figura, caminando de aquí para allá sin hacer nada en especial. También yo me negaba a salir del consultorio, revisando las para mí poco interesantes revistas. En realidad, el motivo d mi permanencia era la presencia de la niña, que seguía sentada y hamacaba las piernas colgadas de la silla. Dejé las revistas en la mesa. Me asaltó un intenso deseo de hablar con la niña, tenderle la mano en un acto de comunión. Ya los pechos de Gloria habían pasado a segundo plano. Con la voz cavernosa y lúgubre, le pregunté:
-¿Cómo te llamás, nena?
Me miró un instante y me respondió diciendo que su nombre era Lucía. A punto estaba de hacerle otra pregunta cuando escuché unos pasos apurados que subían las escaleras. Vi a Gloria, que ponía flores nuevas en el florero de la mesa de recepción, sorprendida ante el estruendo que se acercaba con rapidez. La puerta se abrió tempestuosamente y entró una mujer tan gorda que era difícil imaginarla subir con semejante velocidad las escaleras del edificio. Ni siquiera miró a Gloria y se dirigió directamente hacia mí. Sus ojos escrutaron mis ojos y percibí en los suyos una tremenda carga de odio. La niña se levantó y fue corriendo hacia la mujer que mientras la abrazaba me dijo:
-!Ningún hombre va a estar nunca más al lado de mi hija!
La carita se hundió en el abdomen viscoso de la mujer. Aquella concentrada frialdad con que la niña miraba el calendario había desaparecido: un llanto sordo se oía, y la madre trataba de hacerla callar con palabras ininteligibles pero que podían percibirse tiernas. Su mano gorda acariciaba la cabeza aplastada contra ella. Segundos después, se fueron, sin decir una sola palabra más.
Gloria y yo nos quedamos perplejos. Se me hizo evidente que la madre había venido a buscar a su hija, descubierta la afrenta del marido. No sé por qué, salí tras ellas casi corriendo. En las escaleras me crucé con un joven que subía y escuchaba una música estruendosa en un walkman y que casi no reparó en mi apuro. En la calle, la madre de la niña la introducía rápidamente en un auto, con unas cuantas maletas en el asiento trasero. Ya con el motor en marcha, la niña me miró con sus ojos llorosos y yo le sonreí. Las vi partir, y pensé que un nuevo vínculo se había creado entre ellas. Un vínculo donde el padre no cabía, un vínculo del cual había desertado.
Volví a casa. Unas cuadras más allá del consultorio, el reloj de la iglesia marcaba las nueve y cuarenta. La puerta de la casa estaba llaveada y tuve que abrirla con mi propia llave. Parecía que no había nadie, pero después encontré a Ignacio sentado en el jardín, tomando tereré y escuchando la radio. Fui al baño y pasé frente a él sin dirigirle la palabra. La imagen del hombre del bar se superponía a la figura desgarbada de Ignacio. Su pequeño recuerdo horadaba mi cabeza. Yo también esperé, al igual que la niña, a un padre que reclamara ese fragmento de ternura y nostalgia que son los niños en la carne del universo.
Mamá aún no había vuelto del supermercado. Entré en mi pieza y vi que Yago estaba acostado en la cama. Sentado sobre ella, acaricié al gato. Estuve allí hasta el mediodía. Sentí la necesidad tremenda de leer el mito escrito por un mexicano convertido en mito. La novela del páramo mexicano, del doloroso patriarcado latinoamericano. Absorto en la lectura, sentí una voz cercana que preguntaba:
-¿Quién es?
Desde la profundidad del tiempo, áspera y antigua, otra voz respondió a la par que yo:
-Un rencor vivo.
Salí cuando escuché que mamá gritaba preguntando si alguien se encontraba en la casa. Sobre la mesa de la cocina había tres o cuatros pequeñas bolsas que estaban llenas. Una de ellas traía un pollo listo para ser engullido. Ella encendió un cigarrillo y me preguntó por el estado de la muela.
-Ya no me duele- le dije.
Mientras vaciaba las bolsas, oí los pasos de Ignacio que venía del fondo. Traía en una mano la guampa y en la otra el termo vacío. Saludó a mamá con un sonoro beso en la frente. Puso la guampa y el termo sobre la mesa. Con una débil patada, espantó a Yago que había vuelto de mi habitación y de nuevo volvía a pedir su improbable comida.
-Le llamé a Juan Carlos y me dijo que para la otra semana puede ser que me encuentre un puesto en una línea del interior. Puede que sea en La Santaniana- dijo Ignacio, justificando su mañana.
-Qué bien- contestó mamá, sin ánimos ya para recomenzar las disputas estériles.
Ignacio enchufó la radio y la emisora local estaba a punto de emitir su noticiero del mediodía. Imaginé, divertido, que en los titulares una información sería excluyente: “Amantes asesinados por esposa de adúltero”. No pude evitar sonreír. Mamá encendió un cigarrillo y yo, por primera vez, le pedí uno.
-Tomá- me dijo, sin problemas, sabiendo que ya hacía casi dos años que había empezado a fumar y que aquél no sería el último cigarrillo compartido.
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