CAMINO AL CORAZON
Original de Carlo Tegoma
El frío empezó a propagarse, las aceras repetían con ecos incesantes el correr de las suelas de zapatos y tacones que empezaban a refugiarse de la pronta lluvia; el agua caía helada sobre la gente y como si fuera un hormiguero se podía observar el trajín que estaba ocasionando esa temporada en la ciudad. Los barrios a esas horas se tornaban inseguros pero incitantes a las criaturas nocturnas que intentan buscar en sus rincones de sueños mórbidos el recinto de aventura e incitación de la cual ya no son suficientes sólo lo que se comenta en casa.
Rebeca intentaba por todos los medios no mojar el abrigo de piel de gamuza color café que traía, sabía que ese tipo de material se maltrata en demasía. Entró al bar de dudosa reputación que había oído mencionar. No sabía que buscaba exactamente, pero a sus veinte años no importaba, lo que para vivir es búsqueda para morir es encuentro.
Se sentó en la barra, su cabello largo y negro destilaba algunas gotas de lluvia, se secó los labios, pidió un martini, sacó unos billetes de la bolsa de la parte izquierda del abrigo, subió los pies en el borde de la barra inferior, sus botas eran de color café oscuro, su maquillaje aunque tenue le daba una expresión madura en el rostro con bastante derroche de una singular belleza, y es que Rebeca poseía un rostro lleno de candor y frescura que era inevitable no ver su sonrisa. Le sirvieron el martini, sorbió un trago, vio a su alrededor, sus ojos buscaban.
Aimeé entró al bar, llevaba un viejo paraguas color negro que cerró al momento de entrar, su cabello corto y castaño claro era adornado con algunas luces en color dorado, sus lentes sobre el rostro le hacían un aire intelectual pero jovial que ya le caracterizaba, se acercó a la barra, pidió un martini, observó a Rebeca, sonrió, ella respondió a la sonrisa
- Hace frío, ¿no crees?, Soy Rebeca.
- Si claro, sabía que eras tú, por el martini, soy Aimeé, mucho gusto en verte, este lugar es…no encuentro las palabras.
- ¿Deprimente?- completó Rebeca.
- Si, deprimente, parece un lugar para criaturas extrañas que solo de noche pueden mostrarse como son, con el rechazo de una sociedad que juega con la moral a su conveniencia. – sacó un cigarrillo mientras hablaba llevándoselo a la boca para encenderlo. Rebeca le ofreció fuego. – Gracias.
- Ya lo creo, ser infiel es celebrado, hasta asesinos se convierten en celebridades, mientras más grosera sea una estrella obtiene más popular, este mundo perdona cualquier pecado mortal.
- Pero no nos perdona a nosotros. – adujo Aimeé
La bebida le llegó a Aimeé, la apresuró de un solo trago. Se sacudió unas cuantas gotas de agua que aún se deslizaban por su abrigo negro de piel.
- Este lugar empieza a hartarme, ¿Te gustaría ir a mi casa? – Aimeé hablaba con tal seguridad.
- Está bien, ya me empezaba a sentir parte de este ambiente.
Rebeca pagó su bebida, se levantaron, un par de miradas se dirigieron hacia ellas y se escucharon comentarios; a Aimeé le valió un soberano pepino y con un ademán en su mano hacia ellos se los hizo saber.
Llegaron a casa de Aimeé, muy bien arreglada, con ese aroma de hogar que entra al alma y te acompaña siempre aunque uno se encuentre muy lejos. Había dos cuartos separados sólo por una pared, en uno de ellos la luz estaba encendida, entraron al cuarto contiguo. Las dos estaban un poco nerviosas. Aimeé le explicó que madre estaba al tanto de las citas que tenía y que no se preocupara de ello. Esa noche entre pláticas, en algún video que vieron y carcajadas dos almas solitarias no juzgaron sus emociones y en recompensa obtuvieron el placer de una comunión que parecía que podía estar intacta.
Al otro día por la mañana, Rebeca se despidió, intercambiaron números, prometieron volver a verse, ninguna de las dos tenía la certeza si podía ser cierto.
Transcurrieron un par de semanas y Rebeca seguí sus actividades comúnmente, el teléfono sonó insistentemente. Dudó unos segundos en contestar, la taza de café y el programa que veía por TV estaba muy divertido. Se levantó con pereza y un letargo que parecía hurtarla, descolgó.
- Diga.- su voz sonaba con desazón.
- ¿Rebeca?, habla la mamá de Aimeé. No quería molestarte, pero, ¿Podría verte en algún momento? Necesito hablar contigo.
- Mire señora, si es para lo que me imagino, Aimeé y yo somos personas adultas, le agradecería que….
- Aimeé falleció hace unos días.- se hizo un silencio.- bueno, señorita, ¿sigue usted allí?
- si señora, ¿Dónde nos vemos?
Rebeca llegó a casa de Aimeé media hora después de lo acordado, un sinfín de sentimientos traía consigo, recordó la muerte de su padre, estuvo con él hasta el final y aunque los problemas con su madre fueron en aumento decidió independizarse porque a su edad ya lo creía conveniente. Los chicos le habían atraído por un tiempo, pero le aburrió el hecho de que ellos piensan más en si mismos que en la persona que tienen al lado. Cuando un hombre busca pareja lo hace pensando en él, que sea hermosa, agradable, inteligente, pero cada atributo es para que él pueda darse gusto, su pensamiento no es precisamente a quien hacer feliz con sus cualidades sino quién lo hace feliz con sus atributos, y si estos son físicos mucho mejor. No recordaba precisamente cuando volteo a ver a las demás mujeres en otro plan, la soledad de mujer a mujer era un lazo fuerte, las dos sabían perfectamente que quería una de la otra, pero aún así, todo era tan confuso.
Entró. Fue conducida por la madre de Aimeé hacia la recámara de ella. Rebeca sentí algo de vergüenza, no era común que la madre de alguna de tus aventuras te hable a tu casa porque necesite hablar contigo. Además Rebeca había visto a Aimeé sólo una vez en la vida. La madre de Aimeé se sentó en la cama, la misma donde días antes…bueno…ya sabemos, Rebeca la imitó.
- A Aimeé le gustaba coleccionar fotos, tiene cientos de ellas – la madre de Aimeé se dirigió a un cajón, sacó las fotografías.- de pequeña decía que quería ser fotógrafa, tiene tantas, de varios lugares, incluso de personas de otros países, decía que algún día viajaría por el mundo y las visitaría a todas, era muy amiguera, usted sabe.
- Señora, entiendo lo de Aimeé, yo misma estoy muy sorprendida, pero, ¿Por qué estoy aquí? Sólo nos vimos una vez en la vida.
- Un solo instante en la vida es suficiente para encontrarle el sentido al resto de ella; mi hija lo sabía, mira muchacha no es mi intención que te sientas incómoda u obligada a estar aquí, pero Aimeé te mencionó mucho en los días siguientes. Fuiste su ángel, la última fuente de donde recibió un poco de luz para iluminar sus oscuros días a causa de su enfermedad. Aimeé te dejó algo, quería que yo personalmente te lo entregara.
La madre caminó lentamente hacia una de las gavetas del viejo armario que estaba a la derecha del costado de la cama, de ella sustrajo una pequeña caja color ébano enmarcada por una cintilla dorada de aspecto brillante y motivos angelicales y artísticos, sus manos torpes y callosas temblaban levemente, sus manos blancas y enjutas anunciaban largos días de reumas y sus venas dejaban ver la palidez de su piel contenida de pequeñas pecas color café.
-Toma, es para ti, Aimeé así lo esperaba.
Del cofre apareció un bello cuadro de Monet que dejaba ver a una familia a las orillas de un río con vestimentas afrancesadas y grandes sombreros blancos con sombrillas en las manos recostadas en la hierba verde y matutinal como en un frugal paseo de día de campo. Una leyenda escrita a mano en una de las esquinas rezaba: “Sólo con el corazón se ve, lo esencial es invisible a nuestros ojos”, era la letra de Aimeé quién firmaba al calce, en la parte de atrás del cuadro se encontraba un listón color rosa con el nombre de Rebeca y Aimeé, los ojos de Rebeca empezaron a llenarse de lágrimas, sus ojos vidriosos y entrecerrados no podían comprender el cúmulo de sensaciones y sentimientos por el cual estaba su corazón palpitando.
Se despidió de la madre de Aimeé. Ya en su casa empezaba a buscarle el significado a ese regalo, sentía un profundo dolor en el corazón y deseó no haberse esperado tanto tiempo para llamarle, hubiera querido haber conocido a Aimeé mucho más tiempo atrás para conocer su vida, sus emociones, sus luchas, como reía a carcajadas, el sabor de sus lágrimas; hubiera deseado ver su rostro cuando viese una cinta de horror o una comedia, los suspiros al tardecer, pero ese hubiera era frío y congelado en lo más profundo de su alma que no quiso esperar más tiempo; el orden en sus vida era necesario, se cuestionó seriamente si ese era el tipo de vida en el que deseaba permanecer, frente a sus ojos, encerrada en su recámara y abstraída en el techo todas sus acciones se revelaban ante ella, desde su primer novio hasta la polémica primera vez con una mujer.
Veía el regalo, un pintor que veía a las mujeres como…. ¿finas y delicadas? ¡El listón rosa!, se acercó al cuadro, tomó el listón que contenía sus nombres, se sentó frente al espejo, sus cabellos recogidos en un moño los dejó caer sobre sus hombros, adornaron bellamente su rostro sin maquillaje, no le gustaban mucho esas cosas, de pronto sus manos buscaron su cabeza, su ondulada melena fue acariciada, empezó a sentir un extraño placer, colocó el listón alrededor de su pelo, se veía tan… ¿femenina?, sonrió sus mejillas sin maquillaje lucían un poco pálidas a su parecer, empezó con el rubor, se sentía iniciando un ritual, veía el cuadro, corrió a su armario, buscó de entre sus ropas y lo encontró, un hermoso vestido blanco con olanes y largo hasta los tobillos, se empezó a quitar sus desgastados jeans de toda la vida y su blusa pegada que era la que realmente variaba en su vestuario, los jeans podían seguir siendo los mismos. Se vistió, sus piernas deseaban probar las medias pero carecía su armario de ellas, su listón seguí adornando su cabello, volvió su rostro sobre el cuadro, se acercó lentamente al darse cuenta de un detalle, uno de los rostros de las muchachas sentadas a orillas del río parecía estar encerrada en un pequeño círculo color negro, puso los dedos en el cuadro, ¡era un lapicero! ¿Qué habría querido decir Aimeé?, lo entendió por fin, el rostro de esa joven era casi enmarcado por una nostalgia facsímile de los sueños caídos de cualquier mujer, ¡se parecía a ella!
Rebeca lo entendió, la feminidad o masculinidad no es tu vestir, tu caminar o tu conducta sexual, es tu sentir, naces hombre o mujer y das gracias a Dios por ello, la gente te verá como te sientas, pero tu exterior también dirá mucho de tu interior aunque no es lo indispensable. Rebeca sacó sus viejos vestidos, salió a caminar a la calle y las plazas, fue a tiendas a ver accesorios y sonreía con coquetería al probarse cada pendiente, cada collar o pulsera, se sintió feliz, no sabía que vendría después pero sabía que Aimeé le había dejado antes de morir el mejor regalo, encontrar su género, su forma, su vivir pleno y sexual, y ser feliz con lo que Dios también le había heredado a su vida.
Fin
Copyright Carlo Tegoma
ISBN-800422-25
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