POLILLAS
Original de Carlo Tegoma
El calor del mediodía empezó su sopor, las aulas matutinales y las caras enrojecidas de los pupilos cubiertos en sudor indicaban el fin de la tertulia acostumbrada, media hora no era el tiempo vasto para sosegar sus travesuras de muchachos; el ruido fulgurante y los tropiezos de los calzados, el ofrecer de chucherías y calcomanías, los mantecados de bajo precio, los muñequillos de moda, los nuevos colores de maquillaje ostentosos y brillantina, de diademas de plástico, de gomas de mascar con premios, desde una pulsera de vinilo con una piedra corriente de plástico tostado en algún taller en el esmeril hasta el juego de cartas para niños que pululaba en las calles; los salones empezaron a llenarse, el aire de hircismo juvenil se empezó a impregnar, los catedráticos llegaban, sus portafolios eran abiertos, la jornada reiniciaba, las libretas se asomaban perezosas en los pupitres, los últimos acontecimientos del recreo eran tratados de ser informados en ese interludio.
En el aula treinta y tres, las voces dejaron de chillar, las miradas se posaban en el maestro que iba entrando, el respeto tajante se dejaba atisbar, iba pulcramente vestido y ese acato iniciaba desde la apariencia, era Escobedo, el profesor de literatura, estaba próximo a la jubilación pero era un ejemplo recurrente en el colegio, nunca faltaba a clases, su llegada era puntual incluso minutos antes de ella, su impecable aspecto le confería, junto con sus expresiones y su sabiduría, la estafeta de una maestro duro, inexorable, rígido y hasta autoritario; y aunque ciertamente a veces era estricto en demasía, era sabido de su dedicación al oficio y su constante aprendizaje.
Los alumnos le temían como al más cruel verdugo, y no era por el hecho de su carácter, era el hecho de su inflexibilidad para el momento de otorgar calificaciones, con él no valían los sobornos, las sonrisitas para ganar un poco de gracia, los favores o el llevarse a “relajo con el profe”, los antecedentes para unas buenas notas lo constituía para él el estudio, la disciplina y el respeto.
El segundo de secundaria puede ser una etapa por la cual acordarse el resto de nuestras vidas, para mí fue donde obtuve la mejor de las lecciones que alguien me pudiese enseñar; Escobedo era el maestro que más odiaba en la escuela, y fue él quien me dio una lección que mientras viva será difícil de olvidar. Inició la clase, Escobedo hablaba de las artes y las letras, del ramayama y no se qué, de Becker y de Goethe y demás apellidos impronunciables; yo veía al pizarrón con la mejor de las perezas asomadas en mi rostro, hacia calor y quería que pasaran rápidamente los cincuenta minutos que me separaban de esa tortura; Escobedo proseguía. Mi goma de mascar se iba tornando desabrida, no sé en que momento se me ocurrió amenizar la clase con una bomba de la goma, se escuchó el sonido del eco tajante y fugaz como un trueno seco en víspera de la lluvia. Escobedo volteó, no pude menos que esbozar una estúpida sonrisa.
- ¿Crees que es gracioso lo que acabas de hacer? – sus lentes y su caminar algo torpe me indicó que no había sido el mejor momento para las bromas. – Tus padres no te han informado como comportarte en el aula de clases, porque si es así, yo voy a enseñarte a hacerlo. Pasa al frente. Vamos, rápido.
Con una fiereza en la mirada cuando me dio la espalda obedecí de mala gana, intuí que sería ridiculizado enfrente de mis condiscípulos. Cuando hube estado enfrente colocó en mis manos varios paquetes de dulces. Hizo que los comiera enfrente de todos y mascara todas las gomas, muchas risitas eran contenidas en apretujones de mejillas y los chasquidos de las lenguas de burlas estuvieron durante mucho tiempo involucrados en mi mente.
Mi venganza llegó al poco tiempo. Era un día de frío y Escobedo llegó muy bien combinado con un pulóver grisáceo con desvanecimientos que igualaban el tono de su pantalón, el cinturón hacía juego perfecto con los zapatos, debo admitir que si había alguien en el buen gusto y la imagen era precisamente él. Pero cometió un error. Lo volvió a llevar al día siguiente; curiosamente ese día llegó más tarde, nadie sabía por qué; pero el hecho de haber llevado la misma ropa que el día anterior fue motivo de posar nuestros ojos en él. La escena se volvió a repetir en los siguientes días, uno de los prefectos no disimuló su sorpresa cuando lo vio llegar a nuestra aula con un saco que dejaba mucho que desear en cuanto al aseo, lucía empolvado y el olor ha guardado era perceptible. Entonces vino el epíteto, mi imaginación dio vuelo un día que estaba en lluvia. Algunos de los estudiantes arribaban empapados y las sombrillas eran anheladas en muchas maestras que no previeron la lluvia. Ese día Escobedo llegó peor que nunca, lucía hasta demacrado debido al empapamiento de sus cabellos, parecía que un ave se había posado sobre su cabeza y lo había dejado así con sus aleteos al momento de emprender el vuelo, no llevaba abrigo, al ir en mangas de camisa sus codos arrugados los frotaba con las manos, su portafolio se había roto del cinto y lo pegó con grapas, sus zapatos no habían sido boleados en varios días, y la verdad es que creo que el agua que su cuerpo había sentido en ese día era únicamente la de la aguacero. Entonces vino el apodo: Polillas, era como un insecto de armario que estaba en decadencia.
Iniciaron las burlas y con ello mi venganza, le dejé en varias ocasiones un cartón en la parte de en medio del escritorio que decía: “ropa vieja que vendan” era de mis obras maestras en burla, todos reían, pero sucedió algo más curioso, no castigaba a nadie, era como si el inflexible Escobedo hubiese desaparecido, de hecho no se percataba ni siquiera del letrero; bajó el tono de su voz y dejo a más de uno con la boca abierta cuando pasó a un compañero al pizarrón y le dijo por favor.
Cuando Escobedo pasaba por los pasillos las burlas eran ya descaradas, el apodo de polillas que había sido mi invento corrió de boca en boca como fuego en la pólvora: ¡Cuidado, ahí viene la poli! Las risas escandalosas se dejaban venir cuando se daban cuenta que el aludido era el profesor Escobedo, la frase se completaba cuando él desaparecía: ¡Ahí viene poli poli polillas! Y más risas.
Estaba disfrutando mi desagravio, la sonrisa aparecía en mi rostro porque me di cuenta que él se percató al poco tiempo que era el objeto de las más ingeniosas burlas y vituperios. Mi obra maestra llegaría en pocos días. Polillas, perdón, Escobedo llevó la misma ropa que el día anterior y esta vez no la había lavado, algunos de mis amigos me ayudaron con la burla, Escobedo llegó, como ya era costumbre, su ahora viejo portafolio descansaba sobre el escritorio, sacó los gises y el borrador, se dirigió al pizarrón, notó que una cuerda maloliente sobresalía por la parte posterior y le estorbaría en su faena, empezó el jaloneo pero ésta no cedía, el tirón fue más fuerte, todos estábamos absortos, sucedió lo esperado, de atrás brotó una bolsa con desechos de alcantarilla, bañó al profesor y ensució lo poco limpio de su vieja camisa, el desternillo de las risas azotó las paredes del salón y provocó un eco fuerte y un zumbido que recuerdo hasta el día de hoy. Escobedo se dirigió al baño, todos nosotros lucíamos sorprendidos y algunos nerviosos al imaginarnos al director y revisando nuestras cosas uno por uno para encontrar culpables. Regresó al poco tiempo, pero venía solo, limpio de rostro y manos seguía con la suciedad, se sentó en el escritorio, secó sus viejos lentes con un pedazo de papel de baño. Dictó su sentencia:
- Salgan todos por favor del aula, la clase se suspende. Salgan es una orden.
Empezó la huida de todos, me levanté y mi color cambió a una palidez inmediata cuando levantó su dedo y prosiguió:
- Todos, menos usted. – Me señaló a mí.
Cuando el aula quedó vacía me pidió que me acercara, me temblaban las piernas y sentía un frío sudor que me estaba torturando. Me acerqué, el seguía sentado, terminó de frotar sus anteojos pero ya no se los puso nuevamente, en lugar de ello me observó, me era difícil verlo así que veía lo que estaba a mi alrededor tratando de evitar la mirada.
- ¿Por qué me detestas tanto? ¿He hecho algo en contra tuya que no te deje dormir tranquilo? – no podía contestar, era obvio que no iba a creerme aunque negara la broma ya hecha. – Si te dijera que me perdones y me dejes en paz, ¿Dejarías de molestarme? – Yo seguía sin contestar, el miedo combinado con la vergüenza no era mi mejor aliado en ese momento.- Polillas, buen apodo, ¿Se te ocurrió también a ti? – esta vez se levantó y se acercó a mi, yo temblaba. – Eres ingenioso, debo admitirlo, obviamente tu camino no es el correcto. Voy a confiar en ti y te diré un secreto, espero que al final confíes en mí y me puedas decir que debo hacer para evitar esas bromas. Bien empezaré diciéndote que yo era feliz, con mi profesión, con ustedes, aunque no lo creas, con mi esposa, como vez venía yo muy bien vestido, pero un día dejé de hacerlo, en ocasiones ya ni sé que es lo que traigo puesto, te diré mi secreto, podría servirte para mejorar las bromas, vivo solo, mi esposa me dejó, imagínate amigo, un día despierto y ya no está, bueno, su cuerpo si, pero ya no tiene vida, y me deja así como así sin avisar, sin decirme siquiera que ropa debo combinar; ella diariamente ponía sobre mi cama la vestimenta de ese día, soy muy torpe para eso, sabes, no tengo ni ganas de comprarme cosas nuevas, traigo las mismas que ella me dejó, procuro las mismas combinaciones pero a veces las repito- en ese momento mis ojos ya estaban llenos de lágrimas- Podrías perdonarme por pasarte al frente el otro día, y también por que ya no tenga a nadie en el mundo, perdón por haber cambiado, pero ella se llevó todo lo que era, ahora si quieres sal y cuéntaselo todo a tus amigos, planeen nuevas bromas, no los voy a acusar, pero si hay algo que pueda hacer para que me dejen en paz, lo haré, solo un favor, no me pidan que vuelva a hacer el de antes, sería tratar de revivir a ella y eso no lo puedo hacer. Ya te puedes ir.
Me quedé estático, inmóvil por unos segundos, con mi mano derecha me quité algunas lágrimas de las mejillas, empecé a caminar, me detuve antes de salir, volteé y lo vi sentado en el escritorio con los codos apoyados en él, con las palmas una sobre la otra y con los lentes ya puestos, él también se secaba las mejillas. Sentí una pena infinita. Mis labios se abrieron para proferir algunas palabras no sabía que decir.
- Profesor – ahora se volteó hacia mí. Saqué un plumón que traía en un bolsillo, quité el cartel del escritorio y escribí la leyenda al reverso: Al mejor maestro que he tenido. Se lo entregué y solo alcancé a decirle: - Gracias.
FIN
Copyright Carlo Tegoma
ISBN 800422-14
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