En diez minutos comenzó a sonar el teléfono. Las paredes habían cambiado de color, y el olor a carne quemada se estaba extinguiendo del salón.
El teléfono continuaba sonando, pero él no podía oirlo. Se había quedado sordo. ¡Sordo como una tapia!
Se levantó a ciencia de esfuerzo y avanzó tres pasos hacia la nevera, tenia sed, y extrajo de ella encontró una lata de fruta en mal estado. Se bebió el contenido, haciendo posar en sus dientes los restos de piña con sus labios, que habían endurecido.
Su sed quedó saciada, sentía como el suave tacto del almíbar endulzaba sus conductos interiores.
Entonces fue cuando la Nada invadió su territorio, algo que no podía ver le ordenó en clave de impulsos eléctricos que se sentara de nuevo sobre el humedo sofá.
Una vez allí sentado, con los ojos tornados sobre sí mismo y sin mente, sus cabellos se tornaron de color gris. Y sus brazos, que se alzaron en cuestión de diez segundos, quedaron en cruz.

Y en cruz quedaron sus brazos alzados a medio cuerpo, que brillaban en la sala raida. Y alzado quedó su cuello, mientras el cuerpo se izaba sin esfuerzo. Fue entonces cuando su frente tocó el techo, y del contacto de ambos cuerpos, uno frio y otro caliente, se produjo un fuerte estallido que se expandió en forma de ondas candentes.

Del pecho de Cristo nació la intensa llama, que alumbraba de nuevo la estancia. Y entre ruidos, mareas y fuego reinó aquella vez el silencio...

No hubo redención, tan solo el silencio ensordecedor, la Nada cegadora y el frío asfixiante...