Me fascinan los escotes femeninos. Los busco y vaya que los encuentro ya que siempre están a tiro de una mirada, opulentos, suntuosos, virginales, pródigos, aventureros o exageradamente inflamados gracias a la pericia de algún cirujano. Abismales profundidades en las que me sumo gustoso, ansioso y mirón ruborizado cuando la fémina en cuestión me sorprende en la deleitosa tarea y se cubre la zona apetitosa que linda con las peores intenciones de este sátiro inocente de ojos saltones por la emoción de adivinar el contenido de tan voluptuosa carga. Perdónenme bellas señoras pero es parte de mi ser y no puedo evitarlo. Es preciso reconocer que mis miradas han rodado y se han perdido en las profundidades de aquellos pechos escuálidos, mezquinos en carnosidad. Allí se han quedado atrapadas, presas de la angustia al no encontrar algún asidero para trepar y salir. Son aquellos momentos tristes en que me quedo ciego y clamo por este divino sentido que me mantiene cautivo en esos manantiales del deseo, cubiertos o casi al desnudo, flameando a los cuatro vientos esa magnífica feminidad…