Cada vez que puedo, evalúo mi aspecto en el espejo, comparándonos. Me acomodo el pelo hacia la izquierda, de tal manera que tape mi cara pálida e inexpresiva a la fuerza. Aguanto la respiración unos segundos, para mantener la pose y confrontarla con el rostro que se repite demasiadas veces en esta pieza.
Sonrío porque he llegado tantas veces a la misma conclusión, que para mí no hay novedad posible. Los vecinos –los más antiguos, los que aún se atreven a opinar, los que murmuran a mi paso- tienen la razón: el parecido contigo es innegable.
No tienes domicilio conocido. La única certeza que tengo sobre ti es que nos abandonaste para cumplir tu sino de perra, como dice tu ex suegra, cuando la traicionan sus excesos y me mira con odio, precisamente porque el parecido es incuestionable. Papá y Ema también lo saben y a veces quiebran por segundos la ley del hielo a la que me someten, para mirarme con un rencor mayor que el de la abuela.
Cuando te fuiste siguiendo a un hombre ajeno, mi padre y mi hermana se abocaron a la tarea de borrar los rastros que pudiste dejar en la casa y en sus recuerdos. Botaron tus discos, regalaron las pilchas que olvidaste en el closet y dejaron secar las matas de orégano y albahaca que plantamos en el jardín. Para regocijarse a solas en nuestra lepra, clausuraron las puertas y desde hace años nadie viene de visita. En la alacena la regla es una simple de tres, que rige para cucharas, tenedores, platos, tazas y otros utensilios de uso personal. En la remota posibilidad de que tuvieras el desatino de visitarnos, contaríamos con más razones que el odio puro para no compartir contigo ni siquiera un vaso con agua.
Sin embargo, ni papá ni Ema son capaces de deshacerse de tus retratos, como lo amerita su lógica exterminadora. Porque de llevar su furia hasta las últimas consecuencias, deben incluirme en la hoguera.
Cuando aún vivías en esta casa, yo era la favorita de mi padre, orgulloso de que la menor de sus crías fuera la viva imagen de su esposa. Yo sería tan bella como la reina, prometía mi padre levantándome en sus brazos. Ema, tu hija mayor, asistía de lejos a la escena, refunfuñando secretamente por el papel secundario que el rey le había asignado. Tu huida puso las cosas en su lugar e invirtió irreversiblemente los papeles. Las posibilidades de mi hermana crecen en proporción directa a como aumenta el desprecio que siente por ti. Y por mí, la legitima heredera de tus deslices.
¿Recuerdas la obsesión que tenía mi padre por tu rostro? Dedicaba su tiempo libre a fotografiar a su mujer. Quería eternizarte, congelarte, evitar que te arrebatara la vejez. Para cerrar el triángulo, papá me incluyó en su ritual: sólo a mí permitía ayudarlo en el revelado. En el cuarto oscuro –vedado para Ema-, siempre aparecías igual, con el cabello tapándote el ojo izquierdo, siempre inexpresiva y distante en el encuadre.
En vivo, tu cuerpo emanaba un aroma perturbador, que mi padre no consigue olvidar, a pesar del rigor que se ha impuesto.
Y el olor que te trastornó a ti, mamá, cómo era, a qué se parecía.
La familia decidió tácitamente que lo mejor era dejar tus imágenes en el cuarto de la hija menor, para incluirme en el exilio. Cuando pasó la alegría inicial por el honor, lo comprendí todo. También soy una desterrada: mi padre y mi hermana, a duras penas, me admiten cerca de ellos. La abuela les advierte mi destino con aciagas profecías: miren a la chiquilla, desconfíen de sus rodillas resecas y peladas, de su moño sucio, hediondo por el sudor que provocan las carreras al sol. Fíjense cómo mueve las caderas cuando camina, en su aire distraído de mosquita muerta. Tengan cuidado: sus ojos son iguales a las brasas que tenía -¿tiene?- la madre.
Ema me mira con cierta repugnancia cuando corro con los mocosos del barrio. Me mete a empujones a la casa. Me reprende con destreza. Tonta porque manchas la ropa. Tonta porque no te aprendes las tablas. Tonta porque no sabes cuál es el predicado. Tonta por el parecido y el aciago futuro.
Para papá, soy una complicación que demora en tragarse la comida, que pierde sus útiles escolares con demasiada frecuencia y que altera la placidez de su hija predilecta. Y sobre todo, una sombra silenciosa que le recuerda tu traición.
Al fin de cuentas, todos saben que mi futuro más lógico es ser como tú. Como mi madre. Una perdida. Ema me acusa, lo intuyo en su deseo de deshacerse del tercer puesto que debe colocar en la mesa. Una perra. Como tú. Moviéndole la cola a todos; dejándose montar por cualquiera.
Soy una perrita que crece bajo tu atenta mirada, multiplicada en los retratos que confinaron en mi cuarto.
Hija de perra. Lo presiente mi padre, cuando se percata con desazón en mis pechos que ya se abultan, haciendo evidentes los pezones bajo las camisetas que uso para capear el calor. Lo intuye en mi cuerpo, que se curva inexorablemente y en las pesadas miradas de algunos hombres en la calle.
Hija de perra. Hija de perra. Hija de perra. Lo grita a los cuatro vientos la abuela, ebria, cuando desbarato su jardín o persigo al gato o le doy mi comida al perro. Y ninguno intenta taparle la boca para que sus alaridos no me atormenten.
No se preocupen, de todos modos. Ya no me perturban. No me duelen. No me importan.
A veces me confundo. Creo que esto no es un espejo. Es una foto ampliada, pienso. El único retrato donde no apareces como la reina de belleza que siempre soñó mi padre, sino que como lo que siempre fuiste: una puta que se marchó con el primero que se lo propuso.
Pero soy yo. Peino mi pelo, negro y sedoso, lo acomodo de tal manera que me tape el ojo izquierdo. No se nota que lo guiño. Y esa piel, tan blanca. Parezco enferma, anémica. El labial lo remedia. Lo paso por mi boca, por mis mejillas, por mi frente. Me acerco al espejo. Juego a que es un hombre. Como mi padre, como el que te llevó, como los que me perseguirán para montarme. Trato de imaginar a qué huele.
Beso el reflejo de mis labios. Con timidez, al principio. La superficie fría me estimula. Esta calentura ficticia crece. Mis dientes chocan con el vidrio, mi lengua deja un rastro húmedo e impúdico, incapaz de atravesar el espejo.
¿Lo estoy haciendo bien, papá? Sin apartar los ojos de mi reflejo, me desabotono la blusa. Hasta el ombligo. Lento. Exhibo mis hombros huesudos, el inicio de mi escote, aún incipiente. Mis manos recorren la piel que muestro. ¿Qué tal lo hago, Ema? Me contoneo. Con la lengua trató de borrar el rouge que se sale de la comisura de mis labios. Subo mi falda. Retengo la tela en la pretina, libero las manos y acaricio mis calzones de algodón. Me siento al borde de la cama, para verme cruzar y descruzar las piernas mientras hago gestos obscenos. ¿Cómo voy, abuela?
Pararé, mamita. Debo sacar el bidón que escondo bajo la cama. Está pesado, me cuesta manejarlo. Siempre he querido ser como tú, mamá. Seguir mis instintos, hasta las últimas consecuencias. No ser como ellos. Indecisos. Faltos de carácter. Pusilánimes. Incapaces de hacer la limpieza, la purga, a fondo y borrar el último rastro.
El líquido se derrama, pero no me importa que caiga sobre los cuadernos, el cobertor o la alfombra. Disculpa por interrumpir la clase de hoy, pero debo partir por tus fotografías. Las saco de los portarretratos, de las paredes, de los álbumes. Las amontono frente al espejo.
Este olor es desagradable, pero a mí me fascina. Será mi perfume. Lo aplico concienzudamente: el cuello, los flancos, la cara interna del antebrazo, el ombligo.
Ahora sí, madre. Me ubico frente al espejo. Acomodo mi pelo y me aproximo moviendo las caderas, como lo harías tú. Me detengo exactamente sobre tus fotografías. Sé que apruebas que bese por última vez a mi primer amante, antes de sacar la cajita de fósforos que oculto en mi calzón. Un besito también para ti. Prendo un cerillo.
|