VIAJE AL INTERIOR DE MI PROPIA OSCURIDAD
Cuando reviso mis proyectos, cuando me recreo con mis sueños o cuando le doy asueto a mis sentimientos, suelo experimentar una sensación de vértigo similar a la que me embarga, asomado conscientemente a la anarquía del movimiento incesante de claros y oscuros que florece ante mis pupilas.
Los problemas más simples, los más cotidianos, los más triviales, pero también los que juzgo más importantes y los más urgentes, se agolpan todos delante de mí, exigiéndome de manera beligerante un bálsamo para cada uno de ellos.
Yo se claramente cuál es su naturaleza, se cuáles son los prioritarios, cuáles los que me causan más dolor y cuáles los peregrinos e irreales, pero todos están allí, acosándome, asechándome, restringiendo mi capacidad de razonar.
Luchan entre sí para llegar hasta mí y cuando se INSTALAN a mí alrededor siento que me roban el aire, experimento una sensación de náuseas y me cuesta mucha dificultad pensar de manera ordenada. Entonces los enfrento a todos a la vez y a ninguno en particular, gritando mi superioridad sobre ellos por razón de ser mi propia creación.
Impongo un orden deleznable y pasajero que se desgracia en el momento justo cuando quiero acabar con ellos empleando el método de la negación y el olvido. Las más vanas preocupaciones reafirman su existencia mutando en colosos iracundos que desgarran sus gargantas lanzándome improperios pronunciados en lenguas insospechadas. Entre sus piernas se cuelan infantes vestidos con harapos que enseñan sus rostros anhelantes, con inescrutables miradas humedecidas que encarnan mis angustias más profundas.
Mi incapacidad para ofrecerles respuestas los exacerba pero también los frustra y los sosega. Modifican su estrategia recobrando sus formas originales y tratan de mostrarse de manera pacífica y diáfana pero siempre en pos de la palabra mágica que les permita morir.
Alguna vez tuve la ocurrencia de que esa informe y confusa amalgama de ideas tenía similitud con la visión que hallo todos los días frente a mis ojos, en la que Conviven extrañas y gelatinosas sombras al lado de cuerpos luminosos, cohabitando de manera caótica en lo que podríamos llamar mi personal y perpetua postal del universo.
Avanzo en la lucubración y hallo una gran intersección entre la esquizofrenia de lo cotidiano y la perenne visión de la nada. Propongo la hipótesis que una exploración del misterioso bosque cultivado por mis ojos, podría permitirme acumular parte de la experticia que requiero para tolerar la asfixiante manigua que las circunstancias tejen constantemente en mi alrededor.
Me apodero del espacio que dudas y temores reclaman como suyo y con decisión me arrojo al paisaje nebuloso que la retina transmite al cerebro. Con los primeros pasos experimento una emoción inesperada. Soy ahora un buscador de tesoros sumergiéndose en lo desconocido. Tengo que trazar mi propio mapa para alcanzar una recompensa que no está al final del camino sino en la andanza.
La primera enseñanza muestra inmediatamente que hay dos requisitos para adentrarse en el abismo. Aplomo para no sucumbir ante el caos y gran concentración para empezar a discriminar algo en medio de tanta locura, para hallar algún patrón revelador de las formas y organización de los habitantes de aquel infierno.
En mi primer hallazgo, Más que descubrir adivino un frenético surgir y desaparecer, un fugaz titilar y apagarse, de menesterosas lucecillas intentando alcanzar la superficie de un mar oscuro de aguas densas y profundas, donde parece que las propias olas se ahogaron y tan solo sobreviven exangües vaivenes de pesadas y tenues ondulaciones.
Sombríos jinetes de imprecisas siluetas cabalgan allí, aferrándose a los lomos de míticos corceles cuyas extremidades inconmensurables mutan permanentemente en cantidad y forma. Por instantes las aguas se petrifican, algunas luces se cristalizan en la superficie y son devoradas con avidez por corcel y jinete ahora refundidos en un solo ser.
La voracidad de esta criatura es infinita y hace presagiar el fin de cualquier vestigio de claridad. Sin embargo, cuando todo el paraje está a punto de apagarse, las lucecillas devoradas empiezan a asomarse con intermitencia en los flancos de su predador. Al principio son pequeños y aislados puntos brillantes, que luego se multiplican intensificando su resplandor. El jinete-corcel tiembla, se agiganta y ensancha sin límite alguno, convulsiona y explota en una oscura y densa sustancia salpicada de luz, que cae pesadamente, se aglomera y termina reconstituyendo el mar primero donde obstinadas lucecillas procuran sobrevivir.
La erupción me aturde. Pierdo toda la perspectiva y ya no se qué es realidad y qué desfiguración dictada por la mente. Cuando recobro el control descubro un grupo de negros duendes sin rostro que danzan torpemente alrededor de tres fogatas de llamas luctuosas, donde el humo se descompone en serpientes que se contorsionan libidinosamente y me miran con fijeza sin que yo pueda ver sus ojos.
Comienzo a ser presa de una embriaguez que me causa sensaciones de vacío y desfallecimiento en medio de un ir y venir carente de cualquier orientación. Se que todos los espectros, los que ya he visto, los que intuyo, los que imagino y los que nunca conoceré, todos se han percatado de mi presencia y vienen por mí. Tengo pánico, me siento atrapado, la adrenalina fluye, retrocedo y tropiezo, lanzo un grito que no se escucha porque uno de ellos lo engulle y caigo de espalda sobre un lecho plano y mullido donde logro despertar.
A pesar de la angustia generada por la experiencia, los viajes a lo incierto fueron haciéndose más frecuentes, sin que lograra hallar indicios de alguna regla de comportamiento en aquel reino demencial. Una y otra vez las pupilas anhelantes y embriagadas chocaban contra ese movimiento eterno y sin causa, colonizado por monstruos inverosímiles que se burlaban de mis eriales esfuerzos para mantener la lucidez.
Cada expedición fue ensanchando los insondables confines del tormento mientras crecía la desesperanza ante la impresión de ser un visitante que no descubre la clave cuando tiene todo ante sí. La frustración generaba rabia y desazón pero no por ello se quebrantaba la voluntad del aventurero. Ya había un derrotero trazado y el timón seguía firme y obcecado.
Lo recurrente era que encontrara al inicio de cada tentativa el mismo panorama con pequeñas variaciones. El mar pesado y titilante se esfumaba y a cambio aparecía un tapiz sombrío, perforado una y otra vez por afiladas e incoherentes luces, o acaso se trataba en verdad de un albo horizonte tragado por una horda de hambrientas sombras que se retorcían después de la ingestión para regurgitar su blanquecino alimento.
Una vez, mientras me hallaba absorto en la contemplación de uno de aquellos lienzos, sentí una presencia vital que se aproximaba. La amenaza provenía de una gigantesca mano que caminaba sobre las puntas de los dedos, cubiertos de hirsutas vellosidades. Su color era cambiante pero persistentemente negro. Por momentos su tonalidad era tan profunda que se distinguía fácilmente dentro de la penumbra y en otros instantes se mimetizaba en las sombras.
Cuando la volví a descubrir estaba más cerca. Ya no caminaba sino que parecía levitar. No cabía duda. Se dirigía hacia mí y yo estaba paralizado. Finalmente llegó. Me arroyó, me atravesó. Sentí frío pero ella continuó su vuelo como si yo no hubiera estado allí.
Quise huir pero me enredé o creí estar atrapado entre una red de viscosos tentáculos invisibles. Me batí con todas mis fuerzas. Persistí tenazmente y logré liberarme. Me alejé unos pasos y cuando me estaba tumbando para recobrar el aliento sentí que caía en un vacío infinito y aterrador.
No alcancé a pensar en nada. Tan solo sentí angustia. Después tuve conciencia de que me aguardaba la colisión, me agité. Intenté asirme de algo pero en vano sacudí mis extremidades.
Seguía cayendo pero ahora no estaba seguro de que chocaría contra algo. Tal vez la caída sería un estado permanente. Suspiré. Procuré relajarme y aunque sentía que estaba descendiendo ya no podía percibir la velocidad de ese movimiento, aunque sabía que la distancia recorrida era enorme e imprecisable.
Advertí que al relajarme era capaz de manejar la postura del cuerpo. Hice una estrella con brazos y piernas. Me estiré luego en una línea recta. Me recogí formando un ovillo y seguía cayendo.
Dormí y desperté muchas veces y la precipitación no cesaba. Súbitamente todo se detuvo y me hallé depositado en el más recóndito socavón de mi conciencia, en el último resquicio de mi ser.
Supe que había estado jugando con algo peligroso y que había perdido. No podría escapar de allí. No había movimiento, no se escuchaba nada, ni siquiera a mí mismo. Intenté buscar algo dentro de mi propio ser pero ya no había nada más interno. Quise gritar y no pude. Pensé que había muerto y decidí permanecer en silencio.
De pronto me hallé exhausto. El sueño me vencía ineluctablemente y tenía la tentación de dejar de pensar y permitir que todo acabara. Sin embargo, el terror de suponerme avocado a mi propia agonía me sacaba momentáneamente del progresivo sopor. Entonces la frase de Descartes irrumpió exultante en mi mente, me despabiló y me reconfortó.
Con toda la fuerza que pude hallar en mi pensamiento procuré revivir amadas remembranzas. Empecé a evocar el vuelo multicolor de silvestres mariposas, danzarinas de los tibios prados que mi hermana y yo recorríamos de camino a casa de la abuela. Percibí aromas de café que brotaban de la madrugadora olleta en la cocina de mamá. Sentí la caricia del sol sobre mi torso de niño enfundado en una verde camisa de manga corta. Abordé la volqueta de latas amarillas y rojas que tantas veces arrastré con una cuerda en la infancia. Recordé mis manos impregnadas de goma de pino tratando de escalar hasta la cúspide de la conífera. Volví a ver los ojos de la primera niña que me conmovió. Le marqué un gol al equipo de los muchachos grandes de la escuela provocando la algarabía de mis compañeros de curso. Hice que la ranita que habíamos sacado de una charca se paseara por el patio trepada en uno de mis carritos de plástico. Pero fue cuando me sujeté de la primera cometa que yo mismo construí y que comencé a abandonar aquellas profundidades.
En el camino tomé de la mano a mi hermana vestida con su ruana de figuras precolombinas, con el cabello suelto sobre la espalda como una capa tejida con millones de hilos rubios y castaños. Encontré el pequeño espejo desengastado de un armario de juguete donde muchas veces atrapé nubes y trozos de cielo azul. Volví a hacer rodar mi veloz aro por las calles del viejo barrio y seguí ascendiendo.
Vi a mi padre montando en bicicleta y fui tras él. Escuché la amada voz de mi madre llamándome a almorzar y corrí raudo hacia ella. Mi hermano menor me ofreció un helado que formaba una blanca montaña sobre un cono de galleta. De nuevo un balón cayó a mis pies, avancé con él y con un suave toque lo impulsé dentro de la portería que formaban dos de mis árboles favoritos, donde anoté muchos goles. Volví a ser feliz.
Proseguí el ascenso, esta vez acomodado en el carro de ruedas esferadas, saludando al pasar a la hermosa figura de mi profesora de cuarto año y a la ronda que formaban las chiquillas de la escuela que me prodigaban su amor infantil, arrojando sobre ellas, como prueba de mi admiración y mi poder, cucarrones de mayo que había encarcelado dentro de una lata de galletas.
Mis más queridos amigos también treparon al carro de madera. Intercambiábamos cromos circulares impresos con caritas de dibujos animados, uno de ellos tocaba la guitarra y todos cantábamos. Comíamos cubos helados de jugos de fruta y dibujábamos paisajes que jamás habíamos visto. Estábamos radiantes.
Repentinamente, una plomiza e inmisericorde nube se plantó delante de nosotros, tornándose oscura en breves instantes. Ella devoró el sol, desdibujó mis más queridos paisajes, ocultó el rostro de mis amigos, marchitó mis escaleras de felicidad construidas con las ramas de los árboles, escondió mi balón de fútbol y rompió mi cometa, sofocó a la rana saltarina y me robó la risa.
La indolente siguió avanzando envolviendo todo con su terrible abrazo. Sentí mucho frío y me colmó la tristeza al advertir que me hallaba sólo y comencé a llorar. Quedé atrapado allí. No volví a descender al precipicio pero tampoco avancé. No tenía fuerzas para continuar. Nunca supe ni sabré cuanto tiempo transcurrió. El reloj que mis padres me regalaron alguna vez y que hubiera podido responder esta pregunta también lloraba. Sus números y manecillas se ahogaron y él desapareció para siempre.
No obstante, una melodía, que parecía surgir de mí mismo y que reiteradamente yo me negaba a escuchar se anunciaba tenue, dulce y decidida. Era la voz infatigable de mi madre animándome con una convicción tan poderosa que fue capaz de doblegar a mi propia incredulidad. A su voz se unió la de mi querida hermana y la presencia de mi padre y mi hermano menor, más parcos como yo mismo pero en todo caso presentes e incondicionales.
Ellos me tomaron de la mano, me rodearon con su ternura y me fortalecieron para reiniciar la marcha. Me transmitieron su convicción y su esperanza. Fuimos arrinconando la tristeza y de a poco me colmé del valor necesario para continuar en el empeño de regresar.
Entonces, cada vez que un villano deforme o un endrino fantasma quisieron interponerse a mi paso, blandí la refulgente espada forjada con el amor familiar y pronto fueron disuadidos.
Finalmente pude volver a casa. Fatigado, con dolores profundos medianamente domesticados en el curso de la aventura, pero también con una alforja que siempre me acompañará, en la que cargo mi propia risa, el amor de mi familia, un rayo de sol, un trozo de cielo azul, un balón de fútbol y dos árboles para hacer una portería, así como un montón de recuerdos maravillosos, que forman parte de un pasado feliz y constituyen inspiración para el ahora y el porvenir.
Sereno después del retorno, me levanté esta mañana y fui hasta el cuarto de los niños. Esperé sin prisas su despertar y recibí con regocijo sus sonrisas y sus abrazos, sus imperfectas palabras primeras y el beso de mi esposa que se sumó al encuentro. Tuve entonces una sensación de gran alivio al constatar que había regresado de un viaje al interior de mi propia oscuridad.
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