El transitar todo el día lo había agotado. Caminar por toda la ciudad, era sólo una salida para su desesperación. Las cosas no estaban bien hace mucho tiempo, y el tenía conciencia de aquello. Pero la vía de escape no se veía por ningún lado, y su corazón se encontraba aprisionado en el hastío.
Aquel día el no salió a trabajar ni estudiar, sino a pensar en una escapatoria a tantos problemas que le rodeaban. La soledad lo agobiaba, y cada semana las deudas eran más. Sin nadie a quien recurrir, las esperanzas se comienzan a diluir. Y la amenaza del suicidio comenzaba a rondar por su mente desde hace algún tiempo. Cada jornada de tránsito que él realizaba, se convertía en muertes virtuales. Cada día recorrido moría y volvía a renacer para una nueva vida fugaz. En la complejidad y confusión de la ciudad, su desaparición era sólo un detalle intrascendente más dentro de lo cotidiano.
Al llegar a su casa sólo pensó en dormir eternamente, y que si llegaba a despertar, todo tal vez podría ser diferente. Pero como todas las veces, cuando abrió los ojos, todo seguía igual o peor. Y así transcurrían semanas de desesperación y quietud. Volvía a cerrar los ojos para intentar despertar en otra realidad, pero la imagen fatal se repetía hasta el infinito. Era el fracaso que se volvía mostrar como un eterno deja vu.
Pero aquella mañana algo era diferente en el aire. Al despertar, sus manos estaban desaparecidas, invisibles tanto al tacto como a la vista. No pudo encontrar explicación aparente ante tal magnífico hecho, estaba sin manera alguna de entender tal suceso. Y la desilusión creció desmesuradamente en su corazón, no había nada que hacer ante tal acontecimiento. Ni siquiera la imagen de la divinad permitía la paz, porque ya todo sueño era vano. Y se tiró definitivamente en su cama, desesperanzado y dispuesto a la muerte que se le anunciaba de la manera más extraña pero poética. Y a las horas ya no había piernas que mover, porque también desaparecieron en el aire y decidió cerrar sus ojos. Cuando los abrió, sólo podía sentir su alma desbordándose y subiendo al infinito. Ya no quedaba nada que perder o ganar, porque todo estaba desapareciendo, junto con él. Y comprendió que todo acababa para comenzar nuevamente, llenándolo de una improvista satisfacción, entonces resolvió cerrar los ojos para siempre, y esperar una nueva oportunidad del universo.
Era temprano en la mañana del lunes. Corría el viento por su cara deslavada, transportando los susurros lejanos. La luz comenzaba a infiltrarse por las ventanas, iniciaba su malestar habitual, y un ruido ajeno entraba por sus oídos:
- Don Jaime, Don Jaime. Reaccione, ¿esta bien?. Despierte, despierte por favor.
Cuando observo alrededor, pudo ver a duras penas al portero de su edificio y pudo entender instantáneamente que tal cantidad de pastillas ingeridas la noche anterior no lograron matarlo. Una vez más había fracasado en su intento. Sólo había logrado un “buen sueño”. Y la vida (como siempre) continuaba burlándose de él, castigándolo por su desprecio diario.
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