El nombre de las cosas
es el que habita
tras la lengua
es un nombre negado
al conocimiento
negado a la realidad
Nos dicen muchedumbre porque muchos somos. De nosotros, muchos somos. Ahí va la muchedumbre, nos gritan. Ahí viene la muchedumbre, y se esconden tras sus puertas. Nosotros pasamos como fantasmas, por los pueblos y ciudades, robamos y nos calentamos el cuerpo cuando es necesario. Nosotros, la muchedumbre, nunca pedimos nada.
No hay gente, en todo el imperio, que no nos conozca. Después de cincuenta años de ausencia, los viejos nos reconocen, los hombres nos escarnecen con alaridos, los niños nos miran con el miedo encerrado entre los ojos. Cincuenta años han pasado desde que la muchedumbre tomó la ruta del sol que se acuesta, la que va más allá de Hsün Sukan. Hemos caminado más de mil lis. Y ahora regresamos.
Nadie olvidó a la muchedumbre. La muchedumbre llegó a pueblos desconocidos, vio gente increíble, conoció cosas que no tienen nombre. Vio lo que nunca nadie había visto, allá detrás de Hsün Sukan, de las montañas de Gu Tse. Luego regresó derrotada, por primera vez derrotada, porque sabe que la muerte la acecha y que no podrá referir lo que vio, que no podremos dar una relación de nuestro viaje.
Venimos con el rostro picado por los mosquitos, con el aliento avejentado, con la melancolía del lecho caliente y del viento templado, con llagas en los pies y mutismo entre los labios. La muchedumbre regresa a rastras, sin filo en sus armas, sin sed en sus matanzas.
A veces, en las noches, mientras se unta con grasa para resistir la marcha, la muchedumbre balbucea algo para no quedar como cobarde. Al menos, nos reconfortamos pensando, intentamos nombrar lo que vimos. Y eso nos deja dormir una noche más. Las mujeres que tomamos de los pueblos no lo comprenden, nunca lo comprenden. Sólo nos miran con la ropa desgarrada, en busca de la oportunidad de una escapatoria.
Allá muchos morimos de hambre. No supimos nombrar lo que nos ofrecían de comer. Allá muchos morimos de frío. No supimos nombrar lo que nos daban para taparnos. Allá muchos morimos. No supimos dar nombre de nada.
Allá muchos morimos, pero no tantos para dejar de ser muchedumbre. Después de cincuenta años regresamos con la cara velada por la desesperanza. Nuestros balbuceos son todo lo que nos acompaña en las caminatas. Nuestros balbuceos y las mujeres que tomamos de los pueblos.
A nuestro paso, los que se atreven nos cuestionan, nos piden que digamos. ¿Cómo fue allá?, ¿quiénes habitan las tierras altas?, ¿son como nosotros?, ¿son monstruos?, ¿cómo viven allá? La muchedumbre degolla a quien pregunta.
La muchedumbre ha regresado porque sabe que aquí hay guerra, que las tropas del príncipe-centauro, a quien llaman T’ie Mu-jen, avanza sin remedio hacia la Ciudad Prohibida. La muchedumbre quiere morir en batalla. Queremos morir en honor, que nos recuerden sin miedo, que olviden nuestra imposibilidad para nombrar las cosas que encontramos afuera.
Nosotros, la muchedumbre, queremos que nos entierren como soldados, y que entierren nuestra lengua con nosotros, esa que decidimos cortar antes de nuestro regreso. |