Mi corazón se desbocaba en el vacío de la distancia, tenía miedo cabalgando en las infinitas fantasías de tu ensueño, ardiendo ante el desafío de la escucha. Y tu voz se deslizaba en el refugio de mis ansias como una filosa lengua de mil puntas que no podía dañarme, lamiendo el escenario de mi piel rozada por las manos. Todo latía dentro, el mundo, tu tibieza, la eternidad, esa seducción implícita, la radio, mi sed saciada con tu espectro bajo el doloroso temblor asido por un ángel, ante esos labios ajenos murmurando frases y palabras, que sólo mi inconciencia les dictaba. Suspendida, deseosa, flotando entre los mares de tu dicha, impetuosa, frágil, anonadada, recorría las luces y las sombras en esa lejanía de tu imagen. Y la sangre se erguía en el torrente de mis venas encendidas con tus pasos, dulce, como un reflujo de la aurora esfumado en la hombría de esas letras. Luego el vuelo bajo las alas del invierno, vos, la magia indisoluble del encanto rondando mi semblante, como un carrusel de lunas guiando las pupilas, hacia ese mundo detenido en las agujas de la media tarde.
Ana Cecilia.
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