Os aseguro que quería hablar en serio. Sí, si, muy en serio. Y que este tema –el de los medicamentos- es algo que me ha supuesto una losa en más de una ocasión, más que nada porque, como muchos de vosotros, una es así de jodida y no se cree muchas cosas de las que le dicen, le da por pensar y claro, cuando en cuestión de veinticuatro horas te hacen polvo todo tu planteamiento en contra de lo químico y es entonces cuando te pones a pensar hasta qué punto merece la pena reflexionar y llegar a conclusiones…
Pues en esas estaba yo, cuando de repente así, como quien no quiere la cosa y buscando algo relacionado con el tema me he encontrado de frente con uno llamado Anafril.
Y bueno, ¿qué es lo que hace de este medicamento algo tan especial como para que me haya hecho pararme en seco y, lo que es más importante, me haya devuelto la sonrisa?
Seguro que cuando os lo cuente, la mayoría estaréis conmigo: Este tal Anafril es un antidepresivo, comercializado, según he leído, en Estados Unidos (vale, hasta ahí todo normal), cuyo principal, o cuanto menos, más llamativo, efecto secundario, es que una vez ingerido puede ocasionar orgasmos espontáneos al bostezar. ¿Qué? ¿Se os ha quedado la misma cara que a mí? Pues ahí voy. Como comprenderéis, a raíz de leer sobre esto he dejado la mala leche dentro del bote de bolígrafos (que se me estaba tumbando al lado y yo cuando me pongo, me pongo…), se me ha desfruncido el ceño y se me han empezado a aparecer por el escaparate de mi imaginación una infinidad de diferentes situaciones que se podrían dar si este fármaco estuviera tan extendido aquí como el cualquiera de los que llevan algo de Diazepán.
Que si es por la mañana, con el ojo izquierdo lleno de legañas aún, te metes en el ascensor justamente con tu vecina de arriba con la que te tiraste de los pelos hace una semana y de repente te entra una necesidad irreprimible de bostezar…. (quién sabe… quizá a partir de entonces empiece una etapa de tregua).
O la pareja cuyo marido tiene problemas de eyaculación precoz, que le echa diluida la pastillita en el vino a su esposa, e inmediatamente después le coloca un vídeo de un documental bien largo sobre la Segunda Guerra Mundial (o uno de monos, diría un amigo). Esa noche… seguro que triunfa…
Mejor no ir ni a comprar el pan, no sea que se te acabe resbalándosete alguno. Te subes directamente en el coche, que oye, ahí, si te puede el sueño, como que todo queda más en casa, ¿o no?
Pues nada, que ya me marcho. Sin criticar a los medicamentos, ni a los que los crean, ni siquiera a los que se forran con ellos a costa de muchas cosas. Ni mucho menos pensar que quizá el cuerpo por fin se está volviendo listo y protesta, eligiendo los efectos secundarios que le interesan. Por suerte, con lo que si que me largo, es con una sonrisa. Sólo espero que en algo se os haya contagiado.
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