Ocurrió hace mucho tiempo, en las lejanas tierras del Norte, donde el Caballero de la Máscara Blanca se había proclamado emperador. Los Tres Señores recibieron tres reinos, y esta historia sucedió en uno de ellos, en el que gobernaba el Señor de la Espada Invencible.
Caminaba la guerrera ciega a través de un bosque de pinos, cuando unos crujidos comenzaron a rodearla. Ella se detuvo, impaciente, esperando a que los sonidos se detuvieran a un par de pasos de ella. Podía escuchar la respiración de al menos siete personas, y el silbido que sus pesadas armas hacían al moverse. Uno de ellos habló, liberando una nube de aliento apestoso:
-Mira lo que tenemos aquí. Preciosa, sí señor. ¿Acaso no sabéis, joven dama, que no es recomendable ir por los bosques sola? Podríais encontraros con terribles bandoleros... como nosotros. Ah, pero mirad su venda: la pobre es ciega, puede que ni supiera que se había adentrado en un bosque.
-Calla -ordenó ella, inmóvil, con el rostro serio y rígido-. Calla, necio, que eres más ciego que yo. No ves quién soy, porque no creas que yo exista. Y por lo tanto, nada puedes hacerme.
Y en ese instante, ante los siete villanos, ella desapareció. Se escabulló silenciosa pero serena entre dos de los enormes y sorprendidos matones, y siguió su camino.
Pronto el sendero le condujo a un pequeño pueblo, rodeado por campos de cultivo en los que las mujeres trabajaban duramente. El sol caía de pleno sobre la tierra batida que la guerrera atravesaba en dirección a los pequeños y pobres edificios. Ella no podía ver los cardenales que brillaban en los brazos de las mujeres, pero podía sentir su mudo grito de auxilio. Acababa de llegar al pueblo que había tomado el Sargento M como hogar, y podía notar sus efectos. Lo que sí podía ver, aunque los humanos no, eran los cientos de sirvientes que se arremolinaban, huyendo de la luz, y la miraban con odio y desprecio. Con paso resuelto, se dirigió al ayuntamiento, donde el Sargento M la esperaba sentado entre pieles. Era alto y grueso, con enormes brazos peludos y una gran barba enmarañada y negra que chorreaba grasa.
-Saludos, guerrera ciega.
-Saludos, Sargento M.
-Un mensajero llegó aquí ayer por la mañana, ¿lo sabíais?
-No, señor.
-Pues sí, y me habló de la muerte del Sargento D a manos de una guerrera ciega, y de varios sirvientes bajo el filo de una hoja sin mango. ¿Es eso cierto?
-Sí, señor, todo es cierto.
-Permíteme ver esa espada.
La guerrera ciega desenvainó su espada: un mango de oro que parecía sostener la nada.
-Interesante espada. Sin duda cortará a mis siervos como mantequilla, pero a mí dudo que pueda herirme.
Ella no se movió, mientras el Sargento M se levantaba. De pie se podía observar su terrible estatura y su oronda barriga, que le hacían parecer más un oso que una persona. Se encaminó con paso lento y seguro a la guerrera ciega, y sin más le golpeó con el dorso de su mano en la cara, derribándola, y haciendo saltar la espada de sus manos.
-Ahora vete de aquí, y no vuelvas a molestarme con tu insolencia, mujer. En este pueblo ya no toleraremos más faltas de respeto de vosotras.
Dolorida, la guerrera ciega se levantó, y dignamente salió del ayuntamiento, mientras el Sargento M tomaba con cuidado el pequeño mango y lo enterraba entre las pieles que constituían su trono. En el exterior, la guerrera ciega no se amilanó, sino que caminó hacia los campos, donde las mujeres seguían trabajando. Allí, gritó:
-¡Mujeres! ¿Dónde están los hombres?
Ninguna se atrevió a levantar la cabeza de su tarea, así que ella repitió la pregunta:
-¡Mujeres! ¿Dónde están vuestros maridos?
En ese momento, una sombra creció detrás suya: un hombre de imponente bigote rubio la miraba con sorna.
-Mujer, ¿qué haces que no estás trabajando? ¿Acaso quieres que tu marido o tu padre te haga entrar en razón?
-No tengo marido, no tengo padre. La razón no tiene cabida en mí.
-La insolencia es la que no tiene cabida en este pueblo.
El hombre alzó su brazo contra ella, pero antes de que pudiera golpearla, la guerrera ciega se había agachado y le había hecho la zancadilla. Estando él en el suelo, ella saltó encima suya, y le agarró con fuerza de la garganta, para decirle a los ojos:
-Eres tú el insolente.
Lo soltó, permitiéndolo correr hacia el pueblo.
-¡Ahora vendrán los demás! -dijo una de las mujeres, con miedo en su voz.
-Plantadles cara -dijo la guerrera ciega.
-No podemos -respondió la mujer-. Somos más débiles, y además son nuestros esposos, nuestros padres y nuestros hermanos. En el fondo sabemos que nos quieren.
-¿Acaso esas marcas que lucen vuestros brazos son de amor? ¿Acaso lo que hay en vuestros ojos no es miedo, es amor? ¡Querer! La gente usa con demasiado descaro esa palabra.
-Aún así son más fuertes.
-Vosotras no estáis solas, ¿acaso todos los hombres de este pueblo pegan a las mujeres?
-Muchos no lo hacen, pero ¿qué pueden hacer ellos?
-No es lo que pueden hacer, es lo que deben hacer.
Inmediatamente, la guerrera ciega lanzó hacia atrás su capa, y tomó el libro que llevaba encadenado al cinto. Puso sus manos sobre las páginas en blanco, y comenzó a mover sus labios, como si estuviera recordando algo.
Unos minutos después, varios hombres llegaban donde estaban las mujeres, armados con palos y cinturones. Pero en lugar de las trabajadoras sumisas que esperaban encontrar, se toparon con un ejército de hombres y mujeres armados con hoces y guadañas. Se detuvieron, mirando a la comitiva, y a la mujer que abría camino, la guerrera ciega.
-Hombres que os atrevéis a alzar vuestra mano contra quienes son más débiles, no merecéis ser llamados hombres, sois tan despreciables que ni las ratas deberían dignarse a miraros a la cara.
En aquel instante, un chillido de terror, más roedor que humano, salió del hombre del bigote rubio. Y pronto todos aquellos hombres que pretendían pegar a las mujeres retrocedieron ante las afiladas herramientas, como ratoncillos asustados ante un enorme y vengativo gato. A grandes zancadas, el Sargento M salió abriéndose paso entre la aterrorizada turba, y se enfrentó cara a cara con la guerrera ciega.
-Creo que precisas de otro escarmiento, mujer -dijo.
Alzó su brazo, grueso como un tronco, pero cuando fue a golpear a la guerrera ciega, esta le sujetó la mano, y se la retorció.
-Eres tú el que necesita escarmentar, Sargento Maltrato. Tú y todos esos hombres que te han seguido.
El Sargento M desapareció en un rugido de frustración, y mientras tanto, los hombres y mujeres libres del pueblo se lanzaron en persecución de los cobardes, que cuanto más huían, más pequeños y peludos se volvían, hasta quedar enredados en sus propias ropas y salir con forma de ratones. La guerrera ciega sonrió, complacida. Y tras recoger su espada, y matar a un par de sirvientes de sombra, se dirigió hacia otro destino.
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