En la época de mi escuela primaria, conocí a un chico realmente raro. Él no podía comunicarse, creo que sufría de alguna enfermedad anormal, era algo que hacía que solo podía oír por períodos pequeños de tiempo, y si no me equivoco era el único en el mundo que la padecía.
La mayoría de los niños no hablaban con él, se aburrían cuando se volvía sordo, hasta lo insultaban si que él pueda darse cuenta, el pobre solo sonreía porque se sentía parte del grupo, pero la conciencia de los niños se hartó, ya ni siquiera le prestaron atención, lo pasaban desapercibido y se burlaban de él.
Lo sucedido es que nadie sabía que este chico se sentía mal. Su enfermedad hacía que sus nervios estallen cuando se encontraba solo, pues no sabía decírselo a nadie. Ya hacía mucho tiempo que no hablaba ni interactuaba con amigos o compañeros, por dentro se sentía miserable, su entorno le parecía ya inalcanzable y la tristeza inundaba como agua su cuerpito desorientado. Se había hecho amigo de la soledad. Su necesidad no era mas conseguir una amistad, se sentía bien con solo las pequeñas cosas bellas del mundo, se quedaba en la noche a contemplar la luna y las estrellas, acampaba en su pequeño jardín para interactuar con los insectos y animales y hasta se quedaba despierto hasta la hora en que el sol sale y la luna comienza su siesta para conversar entre los tres.
Era un chico raro para mí, yo siempre tuve compañeros y amigos, y no me hubiera gustado estar en su lugar.
Casi a mitad del año, hubo un acontecimiento que me llamó la atención: cuando salíamos del colegio, con la edad que teníamos, todos nuestros padres iban a buscarnos, contentos, preguntándonos como la habíamos pasado. Era un poco más lindo que el colegio, por eso lo esperábamos con ansias.
A la hora de salir, mis compañeros corrieron hacia sus padres y puesto que los míos aún no habían llegado, me senté asustado al lado de mi maestra.
Observando hacia la calle caliente por el calor, me di cuenta de que mi compañero, el que padecía la enfermedad todavía no sabía su nombre, emprendía su viaje a casa solo.
Nunca me había fijado si sus padres vinieron a buscarlo alguna vez, pues yo estaba en el grupo que no le prestaba mucha atención a él, y me dispuse a tratar de interactuar con pequeño.
Al día siguiente, casi al final de las horas de clases, le hice una seña para poder comenzar a hablar con él. No podré nunca describir su cara de alegría cuando preguntó si le hablaba a él. Le contesté que si y emprendimos viaje hacia la salida del colegio.
En la salida del establecimiento se encontraban mis padres, los saludé los seguí, mi compañero nos seguía, creo que necesitaba estar con alguien, mi padre me preguntaba que tal había sido el día de hoy, contento y altanero mi compañero le contestó que había sido uno de los días mas divertidos en la escuela, y miraba a mi padre con inocencia y amor.
-¿Quién es él? Me preguntó mi padre.
-Es un amigo.
-Ah, ¿y que haces aquí? ¿Dónde están tus padres? Le preguntó con voz apelativa y una mirada fija.
Vacilando y pensando en una respuesta creíble nos miró a los dos y dijo que sus padres siempre lo esperan cerca, a unas cuadras de aquí, y su cara se llenó de lágrimas que en ese momento no entendí. Con la voz entrecortada y seca gritó que se la iba a hacer tarde, y se fue corriendo rápido, como escapando de alguien.
Nunca más volví a verlo ni en el colegio, ni en la calle.
Tal vez mi padre fue muy duro con él. Tal vez, y porque era un niño, nunca lo sabré.
A veces los padres son muy injustos con los niños. Cualquiera de ellos. |