El Chundo estaba sumamente enamorado de la Maiga. Primero se declaró regalándole una corvina fresca envuelta en papel de diario, luego compartieron un chicle y a la luz de los faroles de la cancha de baby futbol, mientras los jugadores gritaban y vociferaban tratando de meter la pelota en el arco rival. –Oye cabeza de Papa –gritó el Chino Contreras al Turco Corrales y este se le fue encima, armándose una trifulca de padre y señor mío. Más tarde, cada vez que los novios escuchaban una sarta de garabatos e imprecaciones, se recordaban de aquella noche en que tomados de la mano, masticaban ese aromático chicle en las bancas de la cancha mientras se juraban amor eterno con la música de fondo de los combos, patadas y maldiciones. El muchacho era romántico y cuando estaba solo en su dormitorio, escuchaba unas cumbias y libándose una cerveza a la luz del chonchón, suspiraba y entrecerraba sus ojos tratando de capturar la imagen de su novia entradita en carnes. Sabía que algún día la bella sería su esposa, que tendrían que arrendar una pieza más grande para que cupiesen las cosas suyas y las de ella y -lo primordial –que hubiese suficiente espacio para la cama de dos plazas, aquel altar en donde se transaría con suaves arrullos la supervivencia de la especie.
-Maiguita, yo la quiero mucho.
-Usted que es –le contestaba la muchacha, enroscándose las puntas de su rebelde cabello negro y sonriéndole de medio lado para que él no se percatara que le faltaban las muelas del lado derecho.
Después él la invitaba a comerse un par de completos en el carrito de la esquina y mientras la mayonesa y el kepchup les chorreaban por sus manos, ellos se contemplaban directamente a los ojos como si se estuviesen devorando el uno al otro. Más tarde, bajo la mezquina luz de la luna menguante, el le robaba un par de besos, mientras la sobajeaba enterita con sus manos encallecidas de maestro carpintero.
Algunas veces peleaban y discutían y hasta hubo entremedio un adiós definitivo, con lágrimas de sangre en sus ojos y penosa devolución de ilusiones, dos alambritos de plata enroscados en sus respectivos dedos. Pero como el amor sabía nadar en las aguas turbias de la irresolución, pronto supieron que algún día las cosas tomarían un rumbo definitivo.
Una de esas noches estivales, un sábado de esos en que la juventud de las poblaciones se abalanzan a las calles para proclamar su libertad hebdomadaria, mientras estaban sentados en un banco de la plaza y los amigos se pasaban de mano en mano una botella de pisco, Chundo, que ya se había matriculado con tres largos sorbos, acercó su aliento alcoholizado al terso rostro de su enamorada y después de besarla con pasión, envalentonado por los grados del licor, le dijo: -Maiguita, tengo que decirle algo muy importante.
Ella, separó su rostro con cierto recato, arregló su minifalda porque se dio cuenta que sus robustos muslos se asomaban más de la cuenta y muy compuestita le preguntó:
-¿Qué tiene que decirme que sea tan importante?
Antes que el Chundo le contestara, un palmotazo en la espalda lo remeció entero. Era el Michael Jackson , un muchacho de piel tan oscura que los graciosos decían que era el inventor de la invisibilidad, puesto que en las noches si entrecerraba sus ojos y no mostraba sus blancos dientes, se mimetizaba a la perfección con las sombras de la oscuridad.
-¡Hola, pelao Chundo! ¿Cómo la estai pasando?
-¡Negrito! ¿Saliste de la cárcel ya?
-Si po. Por buena conducta.
-¿Buena conducta vos? No me hagai reír. Vos te sobornaste a un gendarme, peliento y por eso estai libre. A mi no me venís con cuentos.
Las risotadas afloraron de todos los rincones y el Chundo, encopetado como estaba, se encaramó en el banco y dijo con voz aguardentosa:
-Amigos. Tengo que anunciarles a todos algo que es muy importante para mí.
La Maiga se asustó puesto que ahora desconocía a ese personaje tan expresivo que tenía a su lado, ni pariente del tipo timiducho y poco conversador que era casi siempre el Chundo y que lo más que atinaba a decirle era: -la quiero mucho, Maiguita.
El Chundo tomó a la muchacha de un brazo y la obligó a subirse también a la banca.
-Les comunico a todos que esta mujer que tengo aquí a mi lado en estos precisos momentos, ella va a ser la madre de mis hijos y la abuela de mis nietos.
Los aplausos y vivas tronaron en la plaza y hubo que recurrir a una segunda botella de pisco para celebrar tamaño acontecimiento. El Juaco mandó a comprar papitas recién fritas donde la señora Elizabeth y los Valdés se pusieron con la mostaza, la mayonesa y el ají. También aparecieron unas bebidas cola para las niñas y unas cuantas cervecitas heladas para refrescar el gaznate.
A las tres de la mañana, la plaza era lo más parecido a un campo de batalla ya que los muchachos yacían tirados en los bancos, sobre el pasto y algunos en donde fueron sorprendidos por el sueño.
Seis meses después nacía Catita, una bella y berreante beba que se veía demasiado diminuta en los brazos fornidos del Chundo, quien miraba a su heredera con ojos de cordero degollado, incapaz de reponerse de la tremenda emoción que le significaba ese mágico encuentro con su propia carne latiendo tierna e indefensa para que en adelante la protegiera y le construyese un futuro…
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