¿Y AHORA QUÉ MIERDA QUIERE?
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...Yo miro tu rostro de cristal
tú besas mis labios soledad
yo siento que me vuelvo a enamorar
cuando toco tus manos soledad...
CEMENTERIO CLUB, Inmortales
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–Maestro, un toque, voy a sacar el billete de mi jato –le dice al taxista y abre la puerta del Tico. El frío de la noche lo abraza, como siempre, sin pedirle permiso. Con la ayuda de sus dos manos se frota la cara con violencia para disipar el sueño. Consulta su reloj: “las doce, que no jodan, todavía es temprano”.
Toca el timbre dos veces y, sin esperar mucho, siente los suaves pasos de alguien que rápidamente se aproxima a la puerta. Es su madre.
–Necesito cuatro Soles pa’ pagar el taxi –le dice aparentando estar sobrio.
–Hijo, ¿por qué nunca llevas chompa?
No le responde, ni siquiera la mira; trata de ignorarla, pero, por más que a diario lo intente tenazmente, él bien sabe que nunca podrá conseguir eso. Impasible, estira la mano y recibe de ella cuatro monedas plateadas de un Nuevo Sol, juega fugazmente con ellas y se las entrega al taxista: “Gracias, mister”.
Al entrar a la casa, el rollo de siempre:
–¿Te caliento la comida, hijo?
–Ya, pero me la dejas servida, yo bajo después… –responde de mala gana y entra al baño. Se mira en el espejo: no está tan borracho como aparenta… El problema, según él, es que siempre “le llega al toque” el pisco majeño.
Orina observando con inusitada atención el chapaleo de ese chorro amarillento que se pierde en el fondo de la taza. Jala la cadena, se lava las manos, bebe abundante agua y eructa un par de veces.
Entra a su cuarto, enciende la luz y mira por unos instantes a su pequeño perro que yace recostado al pie de su cama. Luego apaga la luz y camina, despacio, en la penumbra, se sienta en su escritorio y prende su computadora. Se pone de pie, abre ligeramente la ventana y enciende el vigésimo Hamilton del día. Estruja la caja de los cigarrillos y la lanza con deliberada donosura sobre una pila de libros. Aspira con fuerza la primera ración de humo, cierra los ojos y trata de darle forma en su mente a los extraños sonidos que escapan de la carcasa de su computadora… pero no puede. Siempre intenta darle forma a un sonido que lo inquieta, o de darle sonido a alguna forma que lo atrapa. ¿Por qué será? No lo sabe, aunque a veces él llega a la frágil conclusión de que esas cosas sólo pueden hacerlas aquéllos tocados por la varita mágica del azar.
Hace clic en el icono del Winamp y –mientras Morgana empieza ya a insinuarse en su mente– selecciona la canción Inmortales de Cementerio Club; vuelve a cerrar los ojos y empieza a tararear la canción: la recuerda con dilección; la evoca y, a la vez, la convoca sintiendo ramalazos de angustia, de una creciente desazón que empieza a ovillarse en todo su cuerpo. Sufre en silencio; canta sintiendo que, por culpa de ella, la soledad está adherida a todo su ser. ¿Para qué la recuerdas?, se pregunta ensimismado, ¿acaso ya olvidaste que te trató como a un perro? Peor que a un perro porque ni a mi perro yo jamás lo he tratado así...
Revisa su correo y –¡qué casualidad!– en la Bandeja de Entrada aparece (flamante y pernicioso) un correo electrónico que ella le acaba de enviar hace contados instantes: Puta madre, ¿y ahora, qué mierda quiere?
Siente que la indecisión lo invade y cae en la azarosa disyuntiva: “¿Lo leo o no lo leo? Mejor no lo leo... O mejor lo leo nomás, debe ser otra de sus tonteras... Sí: lo leo y no le respondo. ¡Que se joda! ¡Juro que no le voy a responder!”.
Pero no se anima a leerlo: construye volutas de humo que se estrellan contra la pantalla de la computadora.
Agota el cigarro, coge el mouse sintiendo, de nuevo, los aleteos de una profunda indecisión. Selecciona el mensaje y, clic, lo elimina. Para confirmar su decisión (y convencerse a sí mismo de que ella ya no le interesa en lo más ínfimo), va a la Papelera de los mensajes. Sabe que ésa es la última instancia: si decide vaciar la Papelera no podrá leer el mensaje que ella le envía. ¿Me estará pidiendo perdón?, ¿se habrá dado cuenta de que todo acabó por su maldita culpa? No, ¡no!, es una necia: ella nunca lo reconocerá.
Hace clic y, de esta manera, vacía la Papelera de mensajes. El mensaje no fue leído y fue borrado irreversiblemente. Se siente victorioso pero también desolado.
Apaga la computadora y se recuesta sobre su cama. Pierde la mirada en un ángulo del techo y se aferra a viejos recuerdos: la dibuja en la mente, le sonríe, pero también le llora. Sí, llora, llora en silencio y musitando: ¿y ahora qué mierda quieres, Morgana?
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