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Eran las nueve y media y el apartamento respiraba una calma inusual comparada con el resto del día. Una fuerte ansiedad invadió mi espíritu y en vez de encender la televisión para ver las noticias, vino a mí una tentación olvidada. Hacía años me encantaba escribir, pero últimamente había descuidado esa maravillosa costumbre. Sin pensarlo dos veces me dirigí al estudio, cogí papel y bolígrafo, sentándome en la mesa junto al ordenador. Apagué la lámpara de la habitación dejando sólo la luz del flexo que iluminaba muy concretamente el papel y poco más. Como aún quedaba un rato para cenar, empece a escribir con la ilusión de mis años más prolíferos, en cuanto a rellenar papeles a causa de algún motivo que intelectual o emocionalmente me llamara al atención. Sí, tenia muy claro que era lo que quería exponer, además resultaría bastante fácil. Con limitarme a describir los hechos que sucedieron sería lo suficiente como para que ellos llegaran a entender las razones que me impulsaban a hacer latentes mis pensamientos para la posterioridad por escrito.
Unos segundos de duda. No sabía por donde empezar. ¿Había perdido la práctica? No, seguramente era la lógica indecisión por si lo que iba a poner estaría bien claro o si no llegaba a cumplir mis expectativas, lo que pretendía expresar. Daba igual como lo pusiese, lo que en realidad debía importar era lo que comunicara, no la forma en que estuviera escrito.
El bolígrafo comenzó a deslizarse por el papel dibujando los caracteres que conocemos como letras, surgiendo palabra tras palabra. ¡Que maravilla escribir! Con el ordenador había olvidado el placer que tanto ha cautivado a los hombres desde tiempos inmemorables. Comencé a recordar mi pasado a medida que fui llenando las hojas con un fin muy concreto. ¡De nuevo volvía a escribir!

CALP Agosto 2012
He de reconocer que ahora, en este momento, es más bien imposible que podáis leer esto que con el corazón escribo. De todas las formas espero algún día dentro de unos años tener la satisfacción de que me digáis que lo habéis entendido. Lo escribo para que no caigáis en mis mismos errores y podáis vivir la vida gozándola sin barreras ni estúpidas convicciones que no os llevaran a ninguna parte.
Os cuento.
Todos los años al llegar el periodo estival mi padre nos llevaba a Calp. Allí pasábamos el verano mientras el iba a nuestra ciudad y volvía después de trabajar. ¡Una paliza! ¡Pero si el era feliz! A finales del siglo XX, con dieciocho años yo estaba ya más que enterado de lo que molaba o dejaba de molar en la costera población que latía a los pies del Peñón. Para mi aquello suponía encontrar a mis amigos de verano, olvidarme de los estudios y gozar de la playa de día o de la marcha por la noche.
Parecía que iba a ser un año más. Sin grandes anécdotas. Pero divertido al fin y al cabo. Nada más cercano a la realidad. Como cada mañana desde unos días atrás recién llegado a pasar el mes de agosto íbamos a la playa de La Fossa a pegarnos un remojon y tumbarnos un rato en la arena para charlar. Desde hacía dos años se nos unieron tres chicas muy monas y graciosas en nuestras salidas tanto nocturnas como diurnas. A mí no me acababa de hacer ninguna de ellas y menos para un mes solo. Mis pensamientos eran otros. Quería divertirme, pasármelo bien y si encontraba alguna extranjera que quisiera marcha, tirármela y olvidarme de ella a los dos días. ¡Que macho! Ja, ja y que iluso. Eso solo existía en los deseos ocultos de todos los tíos de la pandilla, pero lo cierto es que no nos había pasado a ninguno. Calp como siempre estaba plagado de turistas. La mayoría franceses, ingleses, holandeses, belgas, noruegos, etc. total mucho extranjero.
Llegue a coger un poco de manía a todo aquel que no hablara mi mismo idioma. Incluso disfrutaba haciéndoles la vida imposible cuando se dirigían a mi o me preguntaban por alguna dirección. Con poner cara de plato y repetir una palabra parecida a la que me acababan de decir, ya estaba formado el taco. Otras veces los enviaba en dirección opuesta a la que me señalaban. Siempre podía alegar en último extremo que no le había llegado a entender del todo. ¡Qué borde estaba por esa época! Cosas de la edad, aunque ya no era un niño. Después de comer hacíamos la siesta y cuando el sol iba bajando nos encontrábamos en un sitio determinado para pasear por allí y comernos un helado.
Fue la primera vez que la vi. Estaba sentada en un silla de un bar apoyada en la mesa mientras escribía algo. Su rubia melena recta, cortada por los hombres le tapaba la cara. Eso me intrigo más. Era difícil de explicar pero esa chica me resultaba agradable sin haberle visto ni siquiera el rostro. Con un gracioso movimiento se tiro el pelo hacia atrás y pude contemplar su angelical faz. ¡Guapa! Guapa era poco para describirla. Preciosa. Con unos ojos verdes… ¡qué maravilla de ojos!, ¡qué boca!, ¡qué nariz! Evidentemente me acababa de enamorar, aunque era una chorrada porque ni la conocía. Da igual. Estaba buenísima y con eso me bastaba. Quizá sería mejor olvidarme de ella. Seguramente no entendía más que cuatro expresiones básicas en mi lengua y cinco palabras mal pronunciadas. ¡Buaj! ¡qué asco! Otra extranjera más a la que nunca conseguiría ligarme por mucho empeño que pusiera.
Mientras nos alejábamos el grupo continuando nuestro paseo, seguí pensando en esa imagen tan bella. Y por la noche. Y cuando me desperté. Y a la mañana siguiente. No deje de pensar en ella ni un segundo. Se convirtió en una pequeña obsesión sin un preciso motivo. A la tarde del día siguiente volví al paseo con mis amigos y allí estaba ella en la misma silla y escribiendo mientras miraba la mar. En cuando pude busqué una excusa para evadirme de la compañía de mis amigos quedando para más tarde disimuladamente. Me escondí hasta que los perdí de vista, regresando junto la mesa donde estaba sentada la belleza del pelo dorado.
-¿Qué estás escribiendo? –le pregunté directamente.
Me miró asombrada. Supuse que no me había entendido. Aún así insistí ya que estaba dispuesto a conocerla.
- Me llamo Andrés. ¿Y tu? –dije vocalizando lo más posible.
-Elisabeth. Tomo apuntes sobre Calp –me contestó con un leve acento extranjero.
Sorprendido me senté en la silla que quedaba libre a su lado y tímidamente comenzamos una conversación ligera pero muy informativa.
Me contó que estaba aquí de vacaciones. Era inglesa, de Oxford. Sus padres solían venir a la Costa Blanca todos los veranos. Cada año a una población distinta. Ella aprovechaba esta circunstancia para conocer mejor cada lugar que visitaban pues su idea era, con el tiempo, escribir un libro sobre este trozo del litoral mediterráneo. Me hizo mucha gracia su idea. Sin dar crédito a lo que salía por mi boca me ofrecí para hacer de guía turístico, mostrándole Calp, su historia y sus tradiciones. Por supuesto, aceptó encantada.
¡Increíble! A mi, que nunca me preocupó ni lo más mínimo el tema, dándomelas de entendido en la materia. ¡De risa! Después de un par de horas quedamos al día siguiente para empezar nuestra ruta cultural por la parte antigua del pueblo. Así nos despedimos, mientras me alejaba tan contento como si me hubiera tocado la lotería. ¡Qué bobo! ¿Pues no me había enamorado de la forma más simple posible?
A la mañana siguiente en el desayuno les hice a mis padres un interrogatorio en toda regla sobre nuestro lugar de veraneo. Ellos sorprendidos me explicaron todo cuanto necesité saber.
Me adelante a la cita pasando por la oficina de turismo para recoger toda la información posible sobre lo que íbamos a visitar. Me la empapé como nunca había estudiado en mi vida. Una hora después en el sitio indicado se presentó Elisabeth, tan bella como siempre dispuesta a aprender lo que yo le enseñara. Fuimos andando hasta el centro mismo de nuestra visita. Llegamos junto al Torreón de la Peça y la Muralla. Comencé a explicarle lo que acababa de aprender con todo lujo de detalles. Traspasamos el arco de piedra entrando en la plaza de la villa. Le hizo mucha gracia la iglesia con su fachada moderna y el contraste que hacía con la torre, única en su estilo en la Comunidad. Fui leyéndole los carteles que al efecto estaban puestos por todo el casco antiguo, mientras añadía de mi propia cosecha cosas que había oído en mi larga estancia en Calp, sobre cada una de las cosas que visitamos. Yo mismo estaba sorprendido de lo que le contaba. Realmente sabía más de lo que creía sobre esta preciosa población.
Después entramos al Museo Arqueológico. Seguimos las flechas de la ruta turística callejeando por las inmaculadas casas que nos mostraban su encanto mediterráneo. Estaba maravillada con las pinturas tan realistas de las blancas fachadas. Como llevaba la cámara de fotos, creo que le sacó una fotografía a cada una de ellas, de tanto como le gustaban. Acto seguido entramos en el Museu Fester. Le explique las Fiestas de Moros y Cristianos que en octubre se hacían en honor al Santo Cristo del sudor, desde hace tres siglos. El desembarco moro en la playa del Arenal, las Entradas, las Embajadas, los Alardos, explicándoselo con todo lujo de detalles mientras le brillaban los ojos ante tan lujosos trajes de las distintas “filaes”. Elisabeth con una pequeña grabadora iba registrando todo lo que mi voz le relataba. Bajamos al piso inferior llegándole el turno a las Fallas, fiesta que más o menos conocía y con la que también me extendí bastante. No me olvide de las demás fiestas que aquí tenemos diciéndole que iba a poder presenciar las que ahora a principios de agosto iban a tener lugar en honor a la Virgen de las Nieves. Su cara radiante de felicidad me mostraba que cumplía con mi cometido de Cicerone a la perfección. ¡Quien me lo iba a decir a mi! Al salir no nos dejamos casi ningún rincón de los que merecían la pena ver. Más pinturas en las paredes, la colorista fuente con la pintura de la Dama de Elche, detrás, la singular calle Puchalt con su escalones y plantas, ...
Una mañana muy bien aprovechada por Elisabeth que se emborrachó de cultura y por mí que me emborraché de su compañía. Esa misma tarde en una mesa del bar donde nos conocimos ella fue tomando notas escuchando la grabación hecha por la mañana mientras me preguntaba dudas que iba resolviéndole según surgían.
Los días que siguieron los dedicamos a vivir las fiestas. Tabal y dolçaina recorrían las calles de Calp. El desfile de carrozas acompañadas por bandas de música tocando melodías autóctonas. Grupos folklóricos, majorettes, todo componía un festín audiovisual para regocijo de los oídos y la vista. Le impactaron “els bous al carrer”, aunque yo no me quise hacer el valiente corriendo delante de los pobres animales situación que mi compañera entendió a la perfección. Por la noche, castillo de fuegos artificiales con sello valenciano como garantía de la calidad que distingue a esta tierra. Total un espectáculo continuo que vivimos intensamente, siendo la excusa perfecta para vernos día, tras día, durante una semana.
Al acabar las fiestas proseguimos con nuestras visitas culturales. El Molí del Morello en la playa del Arenal y al lado, los Baños de la Reina, fue así como continuamos impregnándonos del pasado de la población que nos había unido en una profunda amistad. Me confesó que yo había sido el mejor guía de cuantos tuvo en cada una de los pueblos que conoció en veranos anteriores junto al Mediterráneo. Me halagó de sobremanera, dado el caso que era mi primera incursión en dicho tema.
En varias ocasiones me mostró su deseo de subir al fabuloso Peñón de Ifach. Intenté retrasarlo lo más posible para que fuera una experiencia inolvidable para ambos. ¡Qué poco me equivocaba! Una tarde pasé a recogerla y sin decirle a donde nos dirigíamos fuimos a parar al aula de la naturaleza en la base misma del Peñón.
Tras visitarla empezamos a subir la enorme mole de roca, prodigio de la naturaleza. En si, todo un ecosistema animal y vegetal con especies autóctonas y únicas, un prodigio de la naturaleza. Tras acceder a la cara noroeste atravesando el túnel íbamos hablando y en su voz se notaba la emoción que sentía al cumplir tan deseada excursión. Un poco más arriba, en un lugar en el que el camino estaba un poco húmedo, de repente, levantó los brazos respirando profundamente. Ante mi sorpresa comenzó a dar vueltas mostrando una loca y desmesurada alegría. En medio de su explosión de júbilo se le fue el pie y resbaló cayendo. Se cogió como pudo quedando su cuerpo medio fuera del camino colgando peligrosamente, a punto de despeñarse hacia el mar. El miedo me paralizó, más en cuestión de segundos reaccioné venciendo el horror que me oprimía. Me lancé al suelo cogiéndole por la cintura. Con gran esfuerzo la así, pero se me resbalaba inútilmente. Cerré los ojos y en un ultimo intento pegue un fuerte tirón de ella, quedando los dos tumbados en medio del camino, totalmente extasiados. El peligro había pasado. Como pudo Elisabeth se acercó a mi abrazándome con fuerza. Explotó en un llanto de alivio tras verse segura al haber tenido a la muerte rozando su jóven cuerpo. Sus labios se acercaron a mi boca que todavía intentaba recuperar el aliento perdido. Me besó intensamente. Fue mi primer beso de amor. ¡Por fin lo había conseguido! Ahora era un héroe para mi dama, la cual acababa de demostrarme que me amaba. Decidimos bajar del Peñón y volver otro día más tranquilamente. Descendimos de la mano, callados, tan solo interrumpiendo el silencio con largos besos y abrazos. ¡Se podía ser más feliz!
Por la noche quedamos para cenar. Elisabeth apareció bellísima. Se había maquillado y vestido para la ocasión. ¡Y yo con vaqueros! No le importó ni lo más mínimo. Total ahora era su chico y sólo me veía con los ojos del amor. Cenamos en un restaurante típico en una blanca calle del centro histórico. Le expliqué a la romántica luz de la vela que teníamos en la mesa los platos típicos de la zona. El cruet de peix, l’arroç a banda, el caldero y las más de quince variedades que pude contar de forma preparar el arroz que aquí tenemos. También le expliqué que era típico el ver bandejas en la puerta del los restaurantes con el precio puesto para poder desgustarlo allí mismo. Los mariscos, salmonetes, pescadilla, merluza, pulpo, sepionet o bacalladet eran combinados vistosamente en las bandejas listas para ser comidos por el primero que las comprase. Eso si todo muy bien adornado con verduras y frutas dando la vistosidad mediterránea del color y la variedad características.
Al acabar la cena me pidió que le acompañara hasta su camping. Sus padres según me dijo en días anteriores estaban alquilados en un apartamento de una sola habitación, con lo cual ella aprovechó para instalarse en un camping teniendo más independencia. Llegamos hasta donde tenía instalada la tienda de campaña. Era de iglú de seis plazas, o sea, todo un apartamento para ella sola. Entramos dentro tumbándonos en la colchoneta que le servía de cama con sus sabanas bien dispuestas. Todo estaba muy bien ordenado. Comenzamos a besarnos mientras las manos comenzaron a explorar mutuamente nuestros cuerpos. Antes de darme cuenta la desnudez de ambos me hizo estremecerme como nunca lo había sentido antes. En ese momento me asaltó la duda. ¡Ibamos a hacer el amor y yo sin preservativos! Con suma delicadeza y naturalidad Elisabeth sacó uno y me ayudó a ponérmelo. ¡Qué maravilla de mujer! Despacio y gozando de cada movimiento, cada beso, cada roce de nuestras pieles llegué al orgasmo cayendo en la plácida calma que proporciona la lucha de los cuerpos cuando el resultado es satisfactorio. Nos dormimos juntos, abrazados y felices como los recién estrenados amantes que éramos.
Me desperté con la luz del alba y el canto de los pájaros. Ella al notar que me movía también abrió los ojos. Tras besarnos volvimos a hacer el amor. Después me vestí para volver a casa. No quería que mis padres se preocuparan. Era la primera vez que no iba a dormir. ¡Había merecido la pena! De camino a mi apartamento pense en ir a despertar a mis amigos y contarles los polvos que acababa de pegar con aquella monumental extranjera. Decidí no contarles nada ya que lo que sentía por Elisabeth era mucho más que el haber conseguido tirármela. Lo que habíamos hecho era el amor, de eso estaba más que seguro. Por cierto, mis amigos debían estar mosqueados ya que no sabían nada de mi hacía una semana. Cuando les explicara todo, seguro que lo entenderían. De cualquier manera debían haber intuido algo, al no molestarme ni llamarme desde que los abandoné en el paseo con una excusa tonta.
Los días siguientes fuimos al Morro de Toix, nadamos en la playa junto a las antiguas Termas Romanas, … no sé, hicimos tantas cosas que sería imposible enumerarlas. Elisabeth me contó cosas de su tierra y sus costumbres. ¡Cuánto me había perdido despreciando a los extranjeros hasta aquel momento! Me sentí un gran ignorante, pero eso me servía para darme cuenta de la lección que en esas semanas acababa de recibir.
Desgraciadamente el tiempo voló y llegó el día que Elisabeth debía partir a su tierra natal. Se fue y la despedida, bastante dramática para los dos, quedó con la esperanza de volver a vernos. En fin, lo demás ya lo podéis imaginar. Como veréis os he contado estos hechos para que os deis cuenta que la xenofobia y el racismo no sirven para nada, excepto para crear guerras y odios entre las gentes. Que el color, la raza, el origen o la religión nunca deben ser motivo de separación muy al contrario, ha de ser la excusa para que practiquemos una de las condiciones más maravillosa del ser humano, la tolerancia. Espero que aprendáis de mis errores con esto que os he escrito con el corazón.

-Ya está la cena –anunció Elisabeth asomándose por la puerta del estudio.
-Voy enseguida, cariño –le respondí volviendo a la realidad.
Firmé mi escrito y me levanté yendo hasta la librería. Cogí un libro titulado “La Blanca Costa”, cuya autora era mi mujer. Lo abrí y entre sus hojas puse lo que acababa de escribir. Cerré el libro y lo volví a colocar en su sitio. Me dirigí a la cocina en donde sorprendí a Elisabeth abrazándola por detrás.
-Te quiero –le dije.
-Y yo a ti –respondió girándose y dándome un beso de esos fantásticos que ella me solía regalar-. ¿Qué estabas haciendo?
-Escribía unas letras para que las lean nuestros hijos cuando sean mayores. Les contaba como nos conocimos –le expliqué.
Ella me hizo una señal para indicarme que la mesa estaba preparada.
- Un momento –susurré.
Salí de la cocina presentándome junto a la puerta de la habitación. La abrí y la luz del pasillo dibujó los cuerpos de mis pequeños Marc y Lisa, acostados, durmiendo plácidamente. Una oleada de emoción empañó mis ojos sintiéndome en ese momento el hombre más feliz de todo Calp. El hombre más feliz de la Tierra.

CARLES BORI

Texto agregado el 23-03-2005, y leído por 139 visitantes. (0 votos)


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