Estaba sentado en el vientre de este avión, que me recordaba al viejo tren que nos llevaba desde la ciudad a la playa, pero en esta ocasión el viaje no era para divertirnos. Teníamos billete de ida, aunque algunos de los que allí nos encontrábamos posiblemente, Dios no lo quiera, podríamos no tener el pasaje de vuelta. Era así de cruel, más lo cierto era que nuestra misión consistía en salvar vidas. Paradójicamente, para ello nos habían puesto en la mochila víveres para tres días y un fusil con bastante munición. ¡Maldita guerra!
Todo comenzó de la manera mas tonta. O lo que es igual como empiezan todas las guerras. Un pueblo pretende ser superior a otro, absorberlo o eliminarlo de la faz del planeta. Un buen día comienzan a sacar armas para demostrar lo poderosos que son y al poco tiempo ya están metidos por el medio unos cuantos países a favor y otros en contra. Resultado, encontrarnos en las puertas de la próxima guerra mundial. ¡Qué bobos somos los humanos! ¿Y no aprendemos nunca de los fallos cometidos en otros tiempos?
Tantas ideas nefastas me rondaban por la cabeza que decidí intentar pensar en algo un poco más positivo e aislarme del ruido del maldito avión. Cerré los ojos imitando al resto de los pasajeros de aquel singular vuelo con destino a la guerra y comencé a repasar buenos momentos vividos junto a los míos, mi familia, mi gente.
Mi imaginación voló hasta uno de esos plácidos domingos que pasábamos en la caseta que tenemos muy cerca de Calpe. Bajo del algarrobo mi prima Eva y yo conversamos sobre la actitud de unos amigos en la discoteca el día anterior. Ella me confesaba a media voz quien era el chico que le gustaba e intentaba sonsacarme cuales eran las chicas que me gustaban. Yo lógicamente me hacía el loco o me andaba por las ramas por no confesarle la afinidad que sentía por una de la pandilla.
Mientras mi padre con un delantal que le sentaba ridículamente gracioso, pues realzaba aún más su abultada di prominente panza, ayudado por mi madre y mi tía, preparaban una humeante, deliciosa y sabrosa paella. Le salían buenísimas. Eran muchos años de experiencia haciendo el típico plato valenciano, que realizaba como un ritual añadiendo un condimento tras otro con las justas medidas. Lo más importante según él era ir controlando el fuego, ya que siempre estaban hechas con leña de naranjo, sin duda la mejor madera para hacer tan suculento manjar. Al ver como cocinaba parecía fácil, pero cualquiera no hubiera sido capaz de darle el punto exacto que sacaba mi padre al amarillo arroz. ¡Ah! y que el agua cubriera hasta los remaches de las asas antes de comenzar a hervir, otro de sus secretos junto con unas ramitas de romero, cogidas a pie de montaña, que daban un sentido aromatizado a tan elaborado guiso.
También tenia preparados para última hora, unos caracoles que anteriormente habían ido a buscar entre unos campos cercanos. Después los engañaban poniéndolos en una cazuela con agua y sal en el borde de la misma para que no salieran. A mi no me gustan ni lo más mínimo los pobres animales, más bien me dan un poco de asco, pero reconozco que una paella sin caracoles, como que no es lo mismo, la verdad.
Uno de los momentos más mágicos y de mayor dificultad consistía en echar el arroz en forma de caballón e ir repartiéndolo poco a poco por toda la paella. Veinte minutos y enseguida sonaba su voz alertando a los demás para que prepararan la mesa.
Unas ensaladas bien aliñadas y un poco de picoteo, acompañaban al plato más universal y famoso que tenemos, pero no el único, pues de cocina en la provincia de Alicante y en el resto de la comunidad estamos más que servidos. En ocasiones también se preparaba una abundante sangría para refrescar los gaznates entre bocado y bocado. La comida transcurría entre risas y felicitaciones al cocinero. Anécdotas, cosas que habían sucedido, recuerdos de hace unos años y las inevitables preguntas hacia mi prima Eva y hacia mi. ¿Ya tenéis novios o qué? A ella y a mi nos repateaba este momento soberanamente. Eva siempre encontraba una elocuente respuesta que era coreada con las carcajadas de toda la familia. Ciertamente casi todos los domingos eran un copia de los anteriores, aunque seguíamos disfrutando de ellos como si fuera la primera vez que ocurría tal evento. Está visto que los humanos somos animales de costumbre nos encanta repetir rutinariamente cada una de las facetas de nuestra vida, por más que nos empeñemos en querer dar un sabor nuevo siempre a nuestro pasajero y efímero paso por la ruta de este planeta.
Acabada la paella venía el postre. Fruta del tiempo y después un poco de helado casero. Café granizado y leche merengada, seguida de dulces y para los hombres licor, aunque a mi madre también le gustaba pegar un “glopet” solo para desempalagarse del dulce, claro está. O sea que la comida resultaba ser un banquete en toda regla.
Una vez retirada la mesa, las mujeres fregaban los platos. Ya sé que suena machista y sexista pero era así, en aquella época y en nuestra sociedad, que sinceramente poco ha cambiado en alguno de esos aspectos. Acto seguido venía la partida de cartas. Como nos juntábamos bastantes, se ponían dos mesas de juego. Una de madera, cuadrada y pequeña, pintada de color verde para que los hombres, mis tíos, mi padre y mi hermano mayor, jugaban su partida de truc. La otra mesa, más grande y alargada, era para el resto, mujeres y niños, jugando a las cartas según el juego de moda en ese momento, el chamelo, el siete y medio, la brisca, el burro, etc... pues hasta en eso hay modas, ya se sabe.
En ese momento, una sacudida bastante violenta me hizo volver al momento actual. Abrí los ojos y vi a mis compañeros, la mitad medio dormidos o con los ojos cerrados y la otra mitad intentando abstraerse de la situación. Sin duda debía haber sido una bolsa de aire que había movido violentamente el avión. Mire el reloj. Aún quedaban veinte minutos para llegar a nuestro destino por lo que decidí cerrar los ojos y volver a disfrutar con mis recuerdos más agradables. No tardé nada en verme de nuevo en el lugar más bonito que conozco y que me vio nacer, Calpe, pero esta vez con la persona que más quería, a parte de mi familia, Mónica, mi novia.
Entró en mi grupo de amigos y amigas mientras yo realizaba las pruebas de paracaidismo en Madrid. En uno de mis permisos al volver a Calpe e irnos todo el grupo a tomar unas copas me la presentaron. De entrada la consideré una más de la pandilla pues se integro rápidamente. Guapa, de cuerpo menudo pero muy bien formada, se acercaba bastante al estilo de chicas que me gustaban. Por esa época yo iba picoteando de flor en flor y no tenía ni el más mínimo pensamiento de atarme a nadie. Aunque no soy muy alto, tengo una cara graciosa y físicamente no estoy nada mal, vamos es lo que dicen de mí. Aparte, siempre he tenido mucha labia y eso a las feminas les atraía bastante, con lo cual gozaba del privilegio de poder elegir a las que más me gustasen poniendo siempre por delante que no buscaba nada duradero, sino más bien una esporádica relación. Eso sí, intensa y breve como las cosas buenas de la vida. También es cierto que en Calpe tenia oportunidades a montones de conocer chicas cada verano, de las que venían a los apartamentos. Cada periodo estival era para mi el resultado de una nueva conquista, ya fuera nacional o extranjera, igual me daba, pues el caso era enrollarme que una para luego alardear durante la sequía de féminas que teníamos durante el resto del año.
Pasó más de un año hasta que me destinaron cerca de mi querido Calpe. Fue entonces cuando se intensificó mi relación con ella. Un buen día, sin darme cuenta paseamos los dos de la mano por el casco histórico viendo las pinturas. Al siguiente encuentro un sencillo y cariñoso beso frente al mar nos confirmó lo que nos estaba sucediendo. Unas semanas después ya era oficial en la pandilla, el gran conquistador, había sido conquistado, caí con todo el equipo. Pensándolo detenidamente, no me importó ni lo más mínimo perder mi condición de machote, Mónica valía la pena.
A los tres meses coincidiendo con las vacaciones nos fuimos de camping por la zona de la costa blanca, por no irnos muy lejos y salir un poco del entorno en que nos movíamos. Mi tienda de campaña fue nuestro nido de amor. Lo que hasta entonces había resultado para mi pegar un polvo, ahora tenía un nuevo significado. ¿Sería amor? Ni lo sabia, ni me importaba lo más mínimo, era lo más maravilloso que nunca había sentido y eso era más que suficiente para mi un ser bastante egocéntrico, por lo menos hasta ese momento. Cuatro años después me vi preparando la boda, mi boda. Nos acabábamos de comprar el piso y pusimos fecha para el evento organizándolo con casi un año de antelación. Fue en este indeseado momento en el que estalló la guerra en un país que a mí particularmente ni me va ni me viene para nada y que hasta ese mismo momento desconocía su situación en el mapa.
La mala fortuna quiso que me convocaran y fuera destinado junto con mis compañeros habituales a una misión especial en pleno corazón del conflicto. La despedida fue horrible. Mi madre como es natural llorando, dejando aflorar la lluvia del sentimiento en su más pura esencia, la del cariño por un hijo. Mi padre aguantándose para que no se le notara que le faltaba poco para acompañar a su mujer en la tarea del lagrimeo. Mi hermano se despidió por teléfono para evadirse del mal trago, me quería tanto que el seguramente hubiera sido el que armara el drama mayor de todos los presentes en la despedida. Los amigos eran los únicos que con teatral alegría intentaban aliviar la tensión del momento. Aunque quien más sufrió fue Mónica. No lo demostró, simulando entereza como si fuera volver pasado mañana. ¡Regresar!, quien sabe cuando lo haría o si volvería a pisar mi amado Calpe o a ver los allí presentes, los que más quería de todo el mundo.
La voz de mi jefe de patrulla de salto, en tono fuerte y autoritario, me hizo reaccionar y me puse de pie instintivamente sin saber ni lo que había acabado de oír. Justo era lo que imaginaba. Nos dispusimos en fila mientras abrían la portezuela en un lateral del avión. El ruido se incrementó por efecto del viento y la velocidad del avión. Fuera la oscuridad era como la garganta de un lobo que se nos iba a comer en unos minutos deborándonos uno a uno, sin piedad cayendo al estómago de lo desconocido, al abismo de la impotencia por amor a la paz. Comprobé que efectivamente tenía en la espalda a mi más fiel compañero de aquellos momentos, el que nunca me había fallado y ahora no era el momento, mi paracaídas.
Uno. Otro. Otro más. Tras la señal iban saltando los que estaban delante de mi. Llegué a la puerta y sin pensarlo dos veces como de costumbre me lancé al vacío. Un golpe de viento me empujo hacía atrás y el avión siguió su camino. Adopté la posición correcta para la ocasión. Con los brazos y manos fui equilibrando mi descenso equilibrando la caída. Cuando creí que había llegado el momento miré a mi alrededor y arriba de mi para cerciorarme que no tenía a cualquiera de mis compañeros cerca. Bien, pensé, estaba lo suficientemente solo como para realizar el siguiente paso. Tiré de la anilla principal con fuerza y ¡horror!, falló el sistema, no se abrió el paracaídas. Eso no podía pasar, nunca me había pasado. Respire profundamente intentando infundirme la calma de la que carecía y volví a insistir estirando de la anilla de emergencia con el mismo fatídico resultado. Tan sólo el pilotillo salió coleando sin dar paso a su hermano mayor. Desesperado recordé los pasos a seguir que nos enseño nuestro instructor en el aprendizaje, para esos casos y con el brazo izquierdo pegue un codazo hacia atrás. De pronto algo tiró de mi hacia arriba frenando mi bajada. ¡Buf! ¡Qué alivio! Era la señal de que por fin se había desplegado del todo y la cosa transcurría como debería ser. Mi velocidad aminoró y el tiempo pareció transcurrir más lentamente. Unos segundos hasta llegar a tierra pero que se hacían eternos. A mis ojos llegaron imágenes de Mónica a punto de darme un beso.
Reflexioné sobre lo absurda que era mi misión allí. En la oscuridad que me envolvía me imagine matando a mis enemigos. ¿Matando yo? ¡Qué pesadilla! Si lo que quería realmente era formar una familia y tener hijos, dar la vida a nuevos seres. Todo lo contrario a quitársela a gente que no conocía de nada y a los que no deseaba ningún mal. ¿Quién me mandaría ingresar en el ejercito? Bueno, fue por necesidad. En casa las cosas iban muy mal y un alto cargo militar, amigo de la familia, me metió en los “paracas” para empezar a ganar un dinerito fácil y pronto, por que la verdad hacía falta. La idea me gusto ya que siempre había querido tocar el cielo. Esto me hizo gracia. Si me mataban iba a tocarlo más pronto de lo previsto.
Un sexto sentido me hizo intuir los escasos metros que me separaban del suelo. Flexioné las piernas y no tuve que esperar casi nada. El contacto del suelo con mis pies me lo confirmó. Sentí un leve mareo y caí de rodillas apoyándome con las manos. Así, a cuatro patas, me repuse en un instante, quizá era la tensión y un poco de temor pues ignoraba dónde podría encontrarme en suelo extranjero. Me rehice raudamente, levantándome. Me quité el arnés, desabrochándolo y recogí la tela del paracaídas que estaba toda en el suelo. Me costaba ver mi entorno rodeado de tanta oscuridad, de tan aterrador silencio, parecía que me rodeaba la nada, el vacío más absoluto. Entonces vi a un compañero que me hizo una seña para que me escondiera mi paracaídas junto al suyo en unos arbustos. Ya se podía ver con más claridad pese a que la luna era nueva. Andamos juntos unos metros y progresivamente fueron acudiendo los demás que habían saltado con nosotros.
El encargado de las transmisiones dispuso la radio para comunicar nuestra llegada al frente sin novedad. Un vez lo hizo, una voz confusa y distorsionada salió de aquel aparato. Como todo estaba en el más sepulcral silencio, la frase que retransmitieron nos dejó helados conteniendo la respiración. Desde nuestra posición se pidió que volviera a repetir lo que habían dicho. Otra vez oímos la misma frase pero ahora sin dudas y con más claridad.
OTRA VOZ EN OFF.-Gracias por todo y enhorabuena. ¡Se ha acabado la guerra! ¡Viva la paz!
VOZ EN OFF.-Algunos comenzaron a gritar como unos posesos, otros saltaban descontrolados de alegría. También había quien se quedó clavado en el suelo sin mover ni una pestaña, sin llegar a creérselo del todo. A mi se me aflojaron las piernas y caí de rodillas como hacía unos momentos. De nuevo se me nubló todo y me vi con mi familia, volviendo a casa, siendo recibido por todos los amigos y por supuesto por Mónica, que me recibiría como si de un héroe se tratase. La alegría y el sentimiento invadieron mi alma, mi cuerpo y mi corazón. Me percaté que estaba llorando como un niño.
Pero, ¿qué era yo sino un niño asustado con veintiún años recién cumplidos? Un niño que tan sólo quería... tocar el cielo.
CARLES BORI |