Orlando Yans
A Laura le había pasado algo. Podía estar seguro de eso.
Lo noté cuando esa noche entró a casa esa noche, tarareando una canción alegre y desafinada. La sonrisa, que se había ido de su boca, después de tanto tiempo, parecía una medialuna que llegaba de oreja a oreja.
Parecía que ya no existía la depresión que tuvo desde que se separó de papi. La tristeza desapareció por arte de magia, junto a las lágrimas que antes jugaban al tobogán por su cara. Como si la amargura de esos meses hubiese quedado convertida en una historia olvidada, o en un sueño feo que se recuerda en un almuerzo con amigos.
A menudo me confunden los comportamientos de la gente grande. No entiendo mucho, es verdad. Tampoco estoy en condiciones de adivinar los sentimientos a esta corta edad. Pero me llama la atención que frente a una situación que, según escuché, ellos llaman “de crisis”, se tiren en un sofá para escuchar alguna canción para recordar a quién ya no está; y se la pasen llorando sin hacer nada. O, por ejemplo, que, en esa misma posición, o recostados en la cama, lean una y otra vez cartas amarillas, llenas de palabras que ya no dicen nada al olvidado destinatario.
Pero porqué negarlo, este cambio me alegró muchísimo.
Para ser sincero, nunca tuve muchos motivos para quejarme de Laura, hasta ese momento. Si ella estaba feliz o triste, jamás me negó cuidados, mimos o atenciones.. Pero cuando ella estaba bien de ánimo, me regalaba el cariño en medio de su cama; un lugarcito que aún me encanta. Si en cambio estaba deprimida (y yo lo notaba por sus ojos hinchados) me daba caricias en cuentagotas y en mi solitario moisés de esterilla.
Cuando la veía llorar y se le escapan esos sollozos que, entrecortados y casi ahogados desde el pecho, quería decirle “mami, no te preocupes”, pero no me salía palabra. Sólo se me escapaban unos sonidos extraños que no puedo todavía controlar, todos parecidos, como un continuo choque de consonantes. Pero creo que ella sabía, entonces y ahora, lo que le quiero decir, porque me toca la cabeza con mucha dulzura y me llena de mimitos largos y cosquilludos por la panza. ¡Cómo me gustaban!
Desde aquella noche, cuando ingresó a casa tan feliz, supuse que ya no debería preocuparme por su tristeza. Por un momento creí que estaba planeando una reconciliación con papi y no quería decirme nada para darme una gran sorpresa.
Cuando ella estaba bien, me dedicaba mucho más tiempo y más atenciones; y hasta deja que pase la noche en esa cama blandita y enorme, bien cerquita de ella y del olor tan lindo que permanece enredado entre la sábana y la colcha.
Pronto, para mi desagrado, descubrí el motivo de su alegría. Llegó una noche junto a Laura. Parecían borrachos (tal vez lo estaban) porque se llevaban los muebles por delante y se reían como idiotas todo el tiempo. “vení, te voy a presentar a mi hijo” gritó Laura desde la puerta. Al rato tenía una cara barbuda encima de la mía. Apenas pude contener el asco que me dio su aliento alcohólico. Laura me ordenó “Nicolás, saludá a Víctor, tu nuevo papá” . Yo, lo juro, tuve ganas de salir corriendo de ahí, escapar por la ventana hasta llegar a casa de Germán, mi verdadero y único papá.
Ese tipo era malo; lo supe en cuanto lo vi. Musculoso y aceitado, paseaba alrededor del moisés y desde arriba me miraba feo. Creo que no nos caímos muy simpáticos de entrada. Mientras Laura me acariciaba la cabeza, ese tipo se acercó más, me miró con los ojos malignos y dijo “igualito al papá” Créanlo, Laura comenzó a reír como si estuviera loca por ese mal chiste que dijo ese mono que, además de desagradable, se hacía el cómico.
Esa noche no pude dormir en la cama de Laura y extrañé a papá más que nunca. Me hice el enfermo y me quejé hasta la madrugada. Lo único que logré fue que ese estúpido dijera bien fuerte “porqué no lo ahogás a ese idiota”. Así que no intenté llamar más la atención por esa vía.
El elástico de la cama hacía un movimiento rápido. Y el ruido me ponía los pelos de punta; eran raros. Además escuchaba un llanto mezclado con suspiros que venían por detrás de la puerta cerrada.
Tal vez fueran celos, no sé..., debería pensarlo mejor, pero cuando Laura hacía los mismos ruidos con papá Germán yo me quedaba tranquilo y no molestaba. Por supuesto, yo sabía que él nos quería, nos protegía y era incapaz de hacernos algo malo. ¡Cómo sufrí cuando lo vi preparar la valija, llorando, y se fue de casa!.
Laura es una mujer ingenua, se nota con sólo mirarla. Yo lo supe, y no había que ser muy inteligente para saber que ese hombre era muy malo. Laura, mi pobre Laura, confía en todo el mundo, no conoce las maldades. Y ese mono pareció darse cuenta muy rápido que estaba ante una mujer de lo más inocente, porque a la semana ya tenía la llave del departamento y llegaba sin ella.
No soportaba cómo me miraba, cómo caminaba desnudo. Abría la heladera y encima se tomaba mi leche. Hacía pis con la puerta del baño abierta y revisaba todos los cajones. Cuando Laura no estaba todo era peor: hacía una línea de polvo blanco sobre el vidrio de la mesa del comedor y se lo metía en la nariz. Después sacaba una botella y se la tomaba toda. Cuando llegaba, Laura me acariciaba un ratito, me daba algo rápido para comer y se metían en el dormitorio a repetir esos feos sonidos.
¡Qué podía hacer yo! Con la poca experiencia que tengo y por una obvia diferencia física, sabía que hacerme el bobo era lo mejor.
Como estaba previsto un día pasó lo que tenía que pasar. A nadie le sorprende que llueva cuando el cielo tiene nubes negras, salvo a Laura. Lo llamativo es que yo, que estoy lejos de tener una inteligencia desarrollada, y cuento nada más que con la experiencia vivida dentro de este departamento, lo haya imaginado y ella no.
Pero el caso fue que a los pocos días, Laura salió llorando de la habitación. Gritaba “andate, haceme el favor de irte ya” El tipo llegó por detrás, “pará, ché, qué mierda te pasa..., histérica” le dijo. Se acercó, la tomó de un brazo y la giró hacia sí. Al tenerla de frente, ella cerró los ojos; tal vez haya esperado el beso que había soñado en alguna telenovela.
Pero no..., no llegaron ni beso, ni caricia. Ni siquiera una palabra dulce, de compromiso. Recibió, eso sí, un golpe en la mejilla, y esa parte de la boca se abrió por el artesano cachetazo que le dio de lleno. Sorprendida, dolorida, se tomó la cara, y antes de romper a llorar, alcanzó a decirle “andáte o llamo a la policía” Tomando en cuenta lo que sucedió después, no fue una frase de lo más feliz. Es que ese tipo, lejos de asustarse, fue hasta el teléfono y con una sonrisa dijo “¿querés llamar a la policía?...,tomá...,llamala” y de un tirón lo arrancó con ficha y todo.
Laura retrocedió hasta chocar contra el modular. Allí mismo, gesto de sorpresa y miedo, recibió el golpe de teléfono, arrojado con digna puntería, justo en la cabeza. Me miró (o eso creo), intentó agarrarse de las repisa y cayó llevándose al suelo toda la colección de muñecos de cerámica que tanto le gustaban.
¡Ay Dios! Este tipo no tenía intenciones de irse y mucho menos de pedir perdón. Caminó hacia un mueble, abrió un cajón y sacó la cajita verde en la cual Laura guardaba sus ahorros. Se metió la plata en el bolsillo y caminó, ahora sí, hacia la puerta. Al pasar al lado de Laura (que trataba de incorporarse) le acarició la cabeza y le dijo en voz baja “que ese boludo (por mí) te salga de testigo”. Pegó un portazo y desapareció, por suerte para mí, para siempre.
Ahora mi pobre Laura, con una bolsa de hielo en la cabeza, no para de llorar ni de maldecirse por su suerte. Yo, a su lado, quisiera decirle que no vale la pena sufrir, pero claro, a un gato nadie le presta atención, y además, nunca entienden lo que decimos.
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