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Ahora cantarán los grillos

De pronto todo empezó a caer hacia arriba. Las ruedas de los coches se despegaron del suelo, bruscamente. Furgonetas, camiones y utilitarios se lanzaron hacia el cielo a toda velocidad. Los que a esas horas de la tarde volvían a sus garajes, perezosos, cayeron llevando a sus conductores con ellos. Los que entonces estaban aparcados, cayeron vacíos, silenciosos. Los autobuses urbanos se convirtieron en enormes balas rojas que surcaban el espacio transportando en su interior una auténtica maraña de cuerpos sudorosos y ojos aterrados. Aquel marasmo de tapicerías y metales ascendía (o descendía) hacia el atardecer en completo silencio, sin hacer ningún ruido. También los paseantes echaron súbitamente a volar. Amas de casas con innumerables bolsas de la compra en las manos, estudiantes, parejas de enamorados, hombres y mujeres con mucha prisa, mendigos, vendedores de cupones, niños con los bolsillos a reventar con montones de sobres de cromos, gente que paseaba a sus mascotas y una tranquila y enorme iguana verde se convirtieron al punto en proyectiles que eran arrojados al vacío sin quererlo, la mayoría muertos de miedo. Y aquella muchedumbre sí que hacía ruido. Un escándalo de mil demonios. Los chillidos desesperados de la gente, que se agitaba frenética tratando de asirse al aire, se mezclaban en un pandemonio absurdo. Algunos de ellos consiguieron agarrarse a farolas, semáforos, balcones o aleros de edificios. Otros, los más, no pudieron hacer otra cosa que chocar entre sí, rebotando sin control de un sitio a otro. Una vieja señora arrugada y polvorienta fue absorbida por los reactores de un gran avión comercial que se cruzó en su camino, quedando reducida en un instante a un montón de cenizas mohosas. Por aquí y por allá caían sillas, macetas de geranios, cubos de basura, excrementos de perro resecos. Todo se convirtió en un caos informe, que poco a poco iba perdiéndose en la nada.
Cuando todo empezó a caer hacia arriba, las calles quedaron desiertas, calladas, casi aliviadas, como si les hubieran quitado un enorme y molesto peso de encima. Millones de personas desaparecieron, engullidas por el azul rojizo del atardecer, y fue como si nunca hubieran existido. Tras el despegue, las oficinas, los bares, los hospitales, las tiendas, las casas de vecinos, acabaron patas arriba, casi literalmente. Empleados, clientes, enfermos, doctores, tenderos, inquilinos y mascotas se convirtieron de pronto en un burbujeante y ruidoso mar de extremidades doloridas y astillados muebles de formica. Aquellos hombres y mujeres que quedaron en pie después del Gran Vuelco (los que no habían sido, por ejemplo, aplastados por un frigorífico) se fueron levantando lentamente, quejosos, mirando a su alrededor sin comprender por qué razón ahora caminaban por el techo.
Trataron de acostumbrarse a la nueva situación, a que ahora para atravesar las puertas tuvieran que dar un pequeño salto por encima del dintel, a tener que orinar en cubos y palanganas porque de pronto el inodoro se había vuelto inalcanzable, al situarse justo encima de sus cabezas, a observar el parquet del suelo cada vez que se acostaban, a mirarse más a la cara unos a otros, ahora que la mayoría de las televisiones habían acabado sus días entre chispas y humo, a conversar, después de tanto tiempo de olvido, a recuperar las palabras, las frases largas, agotadoras al principio, el fatigoso diálogo. Con la noche vino la oscuridad, y un mar de mechas encendidas comenzó a extenderse con lentitud de cera por toda la ciudad, como señales de una vida perdida, como lágrimas fantasmagóricas.
Poco a poco, con el paso de los días, volvieron las risas. Poco a poco la gente empezó asomarse a las ventanas. Y aunque no podían salir de sus casas, se saludaban entre ellos, buscando sonrisas para almacenar. Aun con todo el silencio era a veces insoportable. Era un silencio que rezumaba espeso desde las paredes, que lo llenaba todo, arena de un mundo muerto. No era sólo la ausencia de sonido. Era todo lo contrario. La gente temía ese silencio, su presencia asfixiante. Algunos, para combatirlo, cantaban pequeñas tonadas. Y cuando lo hacían, los cimientos de la tierra temblaban de placer y júbilo, pues los cantos eran como la vida llamando a su puerta.

Para Liliana, el tiempo había dejado de existir hacía mucho. Pero aun así permanecía extrañamente tranquila, inalterable. Miró hacia sus pies, inexpresiva. De su tobillo izquierdo colgaba desesperado Félix, su amigo, el portero del edificio en el que ella vivía. Félix también miraba hacia sus pies. O más bien hacia el vacío anaranjado que se abría bajo ellos y que le llenaba de angustia. No sabía cuanto tiempo más podría aguantar así, colgado de la pierna de la dulce niña. “¿Cómo podrá estar tan tranquila?” se preguntaba constantemente, al observar el rostro impasible de su pequeña amiga. Además del vacío, estaba el gato. En realidad, Billyboy era el gato, negro y orondo, de Liliana. Pero ahora colgaba de la pierna derecha de Félix, utilizando las garras para no caer. Se le veía tan asustado como al hombre. Félix gruñó disgustado cuando Billyboy clavó por enésima vez las afiladas uñas en la carne gordezuela de su pierna. Una ráfaga de aire cálido golpeó a las tres figuras. Colgada de la débil antena parabólica, Liliana sonrió. Félix se santiguó unas cuantas veces, petrificado por la angustia. Las uñas de Billyboy resbalaron definitivamente. Con un maullido cayó hacia el cielo ya casi violeta del crepúsculo.
- Liliana...- empezó a decir Félix, intentando hablar con todo el tacto que le era posible.
- ¿Qué, Felixito?
- Me temo que Billyboy se ha caído.
- Vaya por Dios- pero en realidad la niña no parecía muy afectada. De pronto la muerte de su amado gato no suponía una pérdida demasiado importante.
- ¿No te importa?
- Era un lindo gato.
- Yo no sé cuanto tiempo más podré aguantar- dijo Félix entre jadeos. Había empezado a respirar con dificultad.

A Liliana le gustaba subir a la azotea y mirar los tejados de la ciudad a la caída del sol. Félix nunca había podido resistirse a la sonrisilla de ninfa con dientes de leche de la muchachita, ni a su hermoso pelo rubio que caía sobre su frente en un flequillo saltarín. Era más fuerte que él. Así que muchas tarde, cuando ya había llegado la primavera y empezaba a hacer ya más calor, subían los dos juntos (los tres si contamos a Billyboy) hasta lo más alto del edificio. Una vez allí, Félix sacaba de su mono azul un gran manojo de llaves, que desplegaba ante los expectantes ojos marrones de Liliana con precisión de maestro. Aquello se había convertido con el paso del tiempo en un delicado y armonioso ritual. Con una de esas llaves, Félix abría la gran puerta azul que conducía a la cima del edificio, la Puerta del Cielo como les gustaba llamarla. Solían sentarse con las piernas cruzadas sobre el cálido tejado, y dejaban el tiempo correr hasta que llegaba la noche. Luego cada uno volvía a su vida cotidiana, a sus tareas rutinarias. Liliana cenaba, se lavaba los dientes con cuidado y se metía en la cama. Félix sacaba la basura, se sentaba con su mujer ante el televisor y descansaba los músculos doloridos. Y Billyboy salía a pasear y se dedicaba a perseguir hembras por el barrio. Pero los momentos que pasaban en la azotea eran casi mágicos, casi. Un oasis de paz en medio de la ciudad malhumorada. Lástima que a la gravedad le hubiera dado por volverse del revés justo entonces. Félix pensó con tristeza que ya nunca más podrían volver a disfrutar de aquellos ratos. Miró por última vez a Liliana. Estaba preciosa, con ese vestido celeste y la diadema sobre la melena trigueña. “Adios, Liliana. Te echaré de menos” dijo en voz muy baja, intentando que ella no le oyera, hablando para sí.

- ¿Verdad que todo esto es precioso, Félix?- preguntó al aire gélido la niña, con gesto inocente. Al ver que nadie contestaba miró de nuevo hacia sus pies, con extrañeza-. Casi puedo oir cómo cantan los grillos.

Y esta vez su voz fue un susurro ahogado, y al levantar la vista, las lágrimas perlaban su rostro, y su sonrisa era ahora turbia y negra como un enjambre de moscas.

- ¿Puedes oirlos tú , Félix?- preguntó de nuevo mientras se dejaba caer hacia el abismo, su pelo la única luz en la noche sin estrellas.




Texto agregado el 07-08-2003, y leído por 458 visitantes. (0 votos)


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