Fui testigo orgulloso de las noches de estrellas,
reflejándose airosas,
en mis rosales ensangrentados por el sol,
en las tardes llenas de sombras.
Yo sostuve sus cuerpos
cuando arrebatados de vértigo,
se abrazaron llenos de sudor y lagrimas,
debajo de mis frutos y sus tentáculos invisibles.
Toda lluvia es bendita,
cuando el verano expande sobre la hierba sedienta
toda su furia seca.
Yo recuerdo sus pies pequeños,
caminando por mis abismos verdes,
ella nunca sintió mis besos,
lánguidos como el hocico de un perro muerto,
sobre sus piernas rosas.
Los pájaros cantaban sobre sus hombros llenos de margaritas
marchitas por sus ojos,
mientras se acurrucaba sobre mí
y mi soledad la acompañaba,
de una manera incierta,
predestinada al silencio más cruel.
Y ella, allí tendida
como una rosa ajena,
igual, pero distinta,
latiendo en mí
como la existencia de vida más certera.
Yo ya no puedo
rozar con mi lengua
los pliegues de su enagua,
ni suspirar sumergido
entre sus manos de seda.
Invisible y eterno,
interrogo a los niños que me habitan,
ninguno como ella,
tan blanca,
tan soberbia.
Yo ya no puedo,
deshabitado
en este duelo inmortal
donde no vuelve...
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