Nunca olvidaré esa noche de diciembre de mil novecientos cincuenta y siete a bordo del patrullero Lientur. Navegábamos el canal Moraleda en demanda de Puerto Montt. La noche estaba estrellada, el viento en calma y la mar llana.
En el puente de mando íbamos el cabo Pinto al timón, el marinero Tapia de mensajero y yo de oficial de guardia. Alrededor de las tres de la mañana detectamos, en el radar, un contacto por la proa a poco más de treinta millas. Le informé al comandante y continué observándolo. No habían pasado cinco minutos cuando ya estaba a sólo seis millas, su velocidad era increíblemente alta.
Volví a avisarle al comandante la cercanía del contacto, cuando por la proa avistamos un velero que navegaba con todas sus velas desplegadas aunque no había viento. Estaba rodeado de un halo blanco y su velamen rojo resplandecía, se escuchaba música y las voces de muchas personas llenaban el aire de carcajadas. Los tres estábamos fascinados con el espectáculo, pero al ingresar el comandante al puente el velero desapareció. En ese instante mi corazón estaba tan acelerado que podía sentir sus fuertes latidos, después aprendí que esta es la reacción normal del organismo ante el peligro. Ese fue mi primer y único encuentro con el famoso Caleuche mientras navegué en la Armada.
Veinticinco años después de lo relatado me radiqué en Puerto Montt. Iba decidido a aclarar lo del famoso barco fantasma, asunto que me había intrigado durante todos estos años, para ello tomé contacto con mi amigo el pelado Barría, antiguo comerciante de la zona.
—Peladito, ¿te conté alguna vez mi encuentro con el Caleuche, cuando era marino y navegaba en el Lientur?
—No lo recuerdo — me contestó Barría poniéndose serio.
Le relaté a mi amigo, con detalles, lo ocurrido hacía tantos años. Comenté que muy pocas personas creyeron que realmente habíamos tenido un encuentro con el Caleuche, pero los tres que estuvimos allí nunca dudamos que este había sido real.
—Mira, Jorge, tú sabes que desde hace mucho tiempo soy comerciante en esta ciudad y mi situación económica es bastante holgada. ¿Sabes por qué me ha ido tan bien? —Me preguntó e inmediatamente continuó— Desde hace muchos años que tengo tratos con el Caleuche.
—Pero, peladito, comentan que las mercaderías del Caleuche son contrabando, ¿nunca te ha remordido la conciencia? —le pregunté.
—No, nunca —me contestó—. Ellos me dan facturas legales y con eso me basta. Dime, cuando le compro a un importador o a un fabricante nacional, ¿le pregunto si en su país le pagan salarios justos a los trabajadores o si les cancelan las imposiciones previsionales y de salud? No —se contestó él mismo— A mí y a cualquier comerciante nos basta con que las mercaderías sean de la calidad que pedimos y que nos entreguen facturas válidas por las compras que efectuamos.
Continuamos conversando hasta bien entrada la noche y quedamos en que trataría de obtener autorización para que pudiera subir a bordo.
Luego de una semana, Barría me avisó que el Capitán permitía mi ida al Caleuche esa misma noche. Nos trasladaríamos en la embarcación en que le traerían las mercaderías, pasaría a medianoche a buscarme.
Una embarcación a motor estaba atracada al muelle. Los marineros sacaban cajas que iban estibando en una camioneta. De pronto aparecieron en dirección nuestra dos vigilantes del puerto, pasaron por nuestro lado pero como si no nos vieran. Intrigado le pregunté a mi amigo: “ese par parece que no nos vio, ¿qué sucede?” y el peladito me respondió: “Olvidé decirte que en este momento nosotros, la embarcación y las mercaderías, somos invisibles a los ojos de los simples mortales, ya te explicaré otras cosas”.
Esa misma mañana, de regreso en mi departamento, me puse a escribir lo sucedido durante la noche: “nos embarcamos en la lancha y zarpamos rumbo al Seno de Reloncaví. Tanto el patrón como los tripulantes nunca nos dirigieron la palabra, su actitud era como si no existiéramos. La noche estaba clara y despejada, el viento casi en calma y la mar llana. Cuando íbamos a la cuadra de la isla Guar, a unas diez millas de Puerto Montt, se cubrió el cielo con negros nubarrones y un aguacero se dejó caer sobre nosotros, reduciendo la visibilidad prácticamente a cero, y por la proa apareció El Caleuche, exactamente igual a como lo había visto hacía veinticinco años. Subimos a bordo, me mostraron el velero y departí, por más de una hora, con el Capitán y algunos tripulantes. Antes de desembarcar me hicieron jurar que nunca revelaría lo que había visto esa noche. Sólo me permiten contar que estuve en la nave y además informar que todos los que alguna vez hemos estado a bordo del Caleuche tenemos una marca mediante la cual podemos reconocernos. Estamos marcados con una estrella de seis puntas bajo la tetilla o el seno izquierdo, puedo asegurar que desde hoy tengo esa marca; lo otro que me autorizaron relatar es… “
JORVAL (25)
100305
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