En un bosque había un árbol. Y en el árbol había una nuez. Pero este cuento no se trata ni del árbol, ni de la nuez. Ni siquiera de la hormiga que vive en la nuez. De hecho, nada de esto tiene que ver con el siguiente relato.
Resulta que había un perro. Y en el perro había una pulga. Pero, ahora que me acuerdo, tampoco se trata de eso el cuento.
El cuento se trata de un cuento. Y el cuento no era ni personaje, ni ambientación. De hecho, el cuento no hacía nada, no decía nada, no sentía nada. Solo estaba allí. Y sin embargo, tenía un cuento, adentro, escondido. Aunque nadie sabía que ahí estaba. Era el cuento vacío y muy pocas personas saben leer un cuento vacío.
Pero un cuento vacío sí tiene cuento, porque, si no lo tuviera… ¿Cómo llego a cuento estando vacío? Algo debió pasar, y eso es el cuento.
Entonces, este es el cuento del cuento vacío. Pero no hablaremos de él, ni de lo que hizo, en este cuento. (Lo siento, dejaré de hacer eso).
En realidad hablaré de las extrañas circunstancias por las que ese cuento vació llegó a cuento.
Concretando: este es el cuento de cómo el cuento vacío se convirtió en cuento.
Que bien, empezamos.
Nuestra historia empieza en el tiempo en la que todos los cuentos hacían algo, decían algo, o sentían algo. Y a la vez no. Verán, como alguien había escrito esos cuentos, era el autor quien en realidad hacía, decía o sentía algo, y no los cuentos.
Fue un escritor, flojo y sin ideas, quien se dio cuenta de este fenómeno. Y pensó en lo injusto que era esto. Así que pensó que debía hacer un cuento que dijera, hiciera o sintiera por sí mismo, sin que el autor le ayudara.
Y se puso manos a la obra; tomó un papel y un lápiz, y escribió arriba y en el centro “cuento”. Ya estaba. Era genial. Pero luego pensó ¿y si el cuento no quería ser cuento? No le estaba dando la suficiente libertad.
Tomó el borrador, y dejó la hoja en blanco. Ahora sí, era una obra maestra. Lo llevaría con su editor: este cuento sería la sensación, la revolución literaria.
¿Tengo que decir que se burlaron mucho de él? Bueno, por si las dudas, se burlaron mucho de él.
Oh, pero no se iba a dejar vencer tan fácil. ¡Su obra era genial! Todo era culpa de la cerrada ideología de la sociedad. Y eso había que cambiarlo. Sabía lo que tenía que hacer. ¡Haría una revolución de cuentos! Los cuentos debían tener derechos, y si los tenían, el hombre no podría controlarlos más, ¡Serían libres!
Comenzó la revolución de los cuentos. Y el escritor flojo y sin ideas, redactó los derechos de los cuentos, que enunciaban así:
1. Todo cuento tiene derecho a ser cuento
2. Todo cuento tiene derecho a estos derechos.
3. Todo cuento tiene derecho a decir lo que piensa y lo que siente.
4. Si el cuento no está conforme con lo que tiene, puede cambiarlo en el momento que le plazca.
5. Solo cuando un cuento pida a un escritor que lo ponga por escrito, podrá hacerlo.
6. Las drogas no dirán al escritor lo que el cuento quiere (a excepción de que el cuento sea drogadicto, y en ese caso, sería el cuento el responsable de la salud del autor).
7. La responsabilidad de los daños que un cuento pueda causar, son del cuento y no del escritor.
8. Los cuentos largos son incluidos, pero las novelas cortas quedan fuera.
9. Si un cuento no quiere ser cuento, puede dejar de serlo en cualquier momento.
10. Los cuentos son cuentos (con derechos) hasta que dejan de serlo.
Terminó de escribir, le parecía bien lo escrito, así que lo mandó al Congreso de la República, con esperanzas de verlo publicado muy pronto.
Y sucedió que en ese momento, en el Congreso estaban muy presionados, porque tenían cinco años sin aprobar una ley, pero no querían hacer nada bueno por el partido en el poder. ¡Y todos hacían algo bueno!
Entonces llegó la ley de los cuentos. ¡Era perfecta! La aprobaron de inmediato.
Nos podemos imaginar que el mundo literario se puso de cabeza. Aunque sólo por un instante. Pues pronto los escritores del país recuperaron la cabeza, y tuvieron que hacer un congreso de cuentos. Y todos los escritores del mundo (se necesitaba toda la ayuda posible), excepto, claro está, el flojo y sin ideas, se reunieron en el mismo lugar.
Acordaron decir que los cuentos les habían pedido que los escritores los escribieran, y los drogadictos y las malas lenguas se sintieron felices de poder escudarse en sus cuentos. Funcionó.
El gobierno tuvo que hacer una cárcel para cuentos, hasta que por falta de espacio los condenaron a muerte a todos, y los quemaron.
Después de eso, todo volvió a la normalidad, y los escritores pronto se olvidaron de esos derechos.
Pero había permanecido algo diferente: El cuento vacío seguía siendo cuento.
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