Pedro conoció a Marta en el Centro de Salud Sonajero. Él había tenido un accidente de tráfico y desde entonces andaba con dificultad. Su cojera era irrecuperable. Ella estaba encadenada a una silla de ruedas y no le gustaba hablar de su enfermedad degenerativa.
Un día a la semana salían a pasear por Los Cármenes. El pueblo era un lugar tranquilo y se podría decir que servía como terapia complementaria a todos los pacientes que estaban en condiciones de abandonar la cama. Era frecuente verles juntos por allí, contemplando las palomas o conversando sobre cualquier tema imaginable.
La especialidad de Marta eran las curiosidades. Así, Pedro aprendió que no hay pájaro más pequeño que el colibrí, que en cada latido el corazón impulsa unos 80 mililitros de sangre o que el Titicaca es el lago más alto del mundo.
A Pedro, por su parte, le encantaba hacer preguntas: ¿por qué el agua del mar es salada si los ríos que desembocan en él son de agua dulce? ¿quién enseñó a las abejas a hacer celdas hexagonales? ¿por qué las arañas no quedan atrapadas en su propia tela de araña?
El chico usaba las preguntas para distraer a Marta de sus pensamientos. Si estaba demasiado callada y sobretodo si tarareaba una canción triste, Pedro sabía que era el momento de preguntar. Daba lo mismo si la consulta tenía sentido o si era una estupidez. Lo único realmente importante era que ella esbozara una sonrisa y olvidara su enfermedad.
Una tarde de miércoles, Marta tuvo una crisis y empezó a llorar. Pedro sabía que ella odiaba la compasión. Así que se limitó a darle un fuerte abrazo y a preguntar:
- Mi niña, ¿cuántas lágrimas caben en tus ojos?
Marta respondió con la mirada borrosa.
- Más que hormigas en un hormiguero.
- ¿Y a qué saben? –insistió él en busca de su sonrisa–.
- Todo el mundo sabe que las lágrimas son saladas, Pedro.
- Las hormigas, Marta. ¿A qué saben las hormigas?
El muchacho señaló una larguísima hilera de esos pequeños bichitos.
- Seguro que saben a las hojas que comen... –dijo Pedro persiguiendo con los ojos a un par de esforzados himenópteros que transportaban una hoja de laurel–.
- Las hormigas no comen hojas. Sólo las llevan al hormiguero, las guardan y esperan a que aparezcan los hongos. Ese es su verdadero alimento.
- Entonces deben saber a hongos, ¿no te parece? –concluyó Pedro–.
Esa fue la última vez que vio sonreír a Marta.
...
Pedro no quiso asistir a la iglesia y observó el entierro de Marta desde lejos. Esperó a que todos hubieran abandonado el cementerio para acercarse. Se sentó en el suelo, junto a la lápida y dejó pasar dos eternidades. Entonces sucedió.
El joven empezó a llorar hormigas. Miles de hormigas. Millones. La mayoría cosquilleaban en hilera sus mejillas, cuello y brazos hasta alcanzar el suelo, pero algunas se entretenían en su pecho o se distribuían a lo largo de las piernas.
Pedro desapareció ese día. No regresó jamás al Sonajero y en Los Cármenes no se oyó más de él. Corrieron algunos rumores y los más viejos del lugar todavía cuentan la historia de ese joven del accidente que andaba con dificultad. Sin embargo, lo único que se sabe con certeza es que todos los miércoles por la tarde, sobre la tumba de Marta Jimena Salmerón, pasean largas columnas de hormigas sonrientes... y nadie sabe por qué.
Quizás Marta lo sepa... Las curiosidades siempre fueron su especialidad.
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